Agradecimiento a Robert Bloch
Stephen King recuerda al escritor Robert Bloch (1917-1994)
Texto de Stephen King publicado originalmente en octubre de 1995 en Robert Bloch: Appreciations of the Master. Traducción de Óliver Mayorga.
La parte de la imaginación que con el tiempo se convertiría en mi «mente de escritor» se inclinó desde el principio hacia la ficción de terror. Primero, por el horror vulgar de los tebeos de E. C., luego por el horror clásico de H. P. Lovecraft —el de los horrores ciclópeos y las grandes frases galopantes— y después por los relatos cortos de Robert Bloch, relatos que constituían un puente perfecto entre ambos. Aunque influido por HPL, Bob era demasiado pícaro y demasiado vivaz para convertirse en uno de los «ancianos del Círculo de Lovecraft», como Frank Belknap Long o Zelia Bishop o Clark Ashton Smith. Sin embargo, los cuentos de terror, los relatos sobrenaturales y la literatura de fantasía eran claramente mucho más que un juego para Bloch; le encantaba explorar las profundidades más oscuras del alma humana —era, como tantos escritores de este género, un submarinista armado con un bolígrafo en lugar de un arpón— y se tomaba en serio su don para lo fantástico.
Como niño pobre criado en una familia monoparental en los años cincuenta y sesenta, nunca me habría podido permitir las colecciones Arkham House de su obra (aunque las codiciaba), pero sí las ediciones en rústica de Belmont que contenían esas historias. Incluso cuando Yours Truly, Jack the Rippers y Horror-7 subieron de 35c a la friolera de 50c (60c cuando apareció la versión en rústica de Psycho con Janet Leigh gritando como una loca en la cubierta), encontré la manera de permitírmelas. Tenía que permitírmelas. A los quince años, más o menos, me había convertido en un adicto al terror, y en los tranquilos años que precedieron a mi marcha a la universidad, Robert Bloch era el que me ofrecía el mejor material. No me enseñó todo lo que sé, pero me enseñó al menos una lección impagable: a disfrutarlo. A divertirme con ello.
Era un buen escritor y un ser humano aún mejor. Recuerdo lo contento que estaba —a decir verdad, lo sorprendido que estaba— cuando le conocí en California, y lo rápido que me hizo sentir cómodo, contándome historias sobre las estrellas de cine (estábamos en Los Ángeles por aquel entonces) y haciéndome reír cuando se refería al cementerio de Forest Lawn como «la Disneylandia de los muertos». Algunos años más tarde, en la Convención Mundial de Fantasía de Maryland, Bob se me acercó en una estridente fiesta y me dijo: «Kirby McCauley dice que tengo que contarte algunas historias sobre cómo eran las cosas en los viejos tiempos. ¿Quieres oírlas?».
Le dije que sí, y Bob me llevó a una esquina de la sala, donde nos sentamos en el suelo, con las piernas cruzadas como niños. Durante las dos horas siguientes, Bob me contó historias sobre cómo eran los viejos tiempos, cuando los Dioses Antiguos —no Cthulhu ni Nyarlahotep ni Yogsothoth, sino Robert Howard y Seabury Quinn y, sí, Robert Bloch— caminaban sobre la Tierra. También me contó historias sobre el cine y sus estrellas —personajes como Alfred Hitchcock y Joan Crawford, con quien trabajó en Straitjacket—, pero eran las historias relacionadas con la escritura las que más me apetecía escuchar, historias sobre cómo era ver tu firma en la portada de Weird Tales o almorzar en la cafetería con John Campbell, y estas eran las historias que Bob contaba mejor.
Era un hombre ingenioso, amable y con un gran talento. También era un hombre que sabía ser amable con los escritores más jóvenes. Parecía comprender que la mayoría de nosotros —los insurgentes de finales de los setenta y principios de los ochenta que ahora somos los escritores de mediana edad de los noventa— realmente le idolatrábamos, y lo mucho que le envidiábamos por la gente que había conocido y con la que había hablado en su vida. Él sabía esas cosas, pero nunca se aprovechó.
«En realidad tengo el corazón de un niño pequeño», le gustaba decir a Bob. «Lo guardo en un frasco en mi escritorio». Era una frase que yo utilizaba a menudo, atribuyéndosela siempre a Bob (a quien también pertenece el mejor título del siglo XX, en mi opinión: una obra de Lefty Feep titulada El tiempo hiere todos los talones), porque tenía una especie de astuto encanto. Cuando algún idiota bienintencionado pregunta: «¿De dónde sacas tus ideas?» o «¿por qué escribes cosas tan horribles?», la respuesta de Bob devuelve la responsabilidad de la pregunta a donde pertenece… al que la hace. Hay una sutileza cómica en la frase que Bob casi podría haber registrado. Pero él no tenía el corazón de un niño pequeño; tenía el corazón de un hombre amable e imaginativo cuya visión estaba muy atenta a las sombras que anidan en los lugares oscuros. La comunidad fantástica le echará de menos, y yo, Steve el Destripador, le echaré de menos en un sentido mucho más personal. Incluso ahora, no puedo creer que su espeluznante y sarcástica voz haya sido silenciada. No hay ninguna voz en el panorama contemporáneo que pueda sustituirla, y eso es una gran pérdida. ⬥
Referencias
King, S. (octubre de 1995). «Robert Bloch: An Appreciation» en Robert Bloch: Appreciations of the Master, editado por Richard Matheson y Ricia Mainhardt.