Artículo escrito por Stephen King y publicado originalmente en The New Yorker el 22 de abril de 2002. Traducción de Óliver Mayorga.
En la primavera de 1970, cuando tenía veintidós años, fui detenido por la policía de Orono (Maine). Tras parar en un control de tráfico, me descubrieron en posesión de unas tres docenas de conos de tráfico. Después de una dura noche bebiendo té helado Long Island en el University Motor Inn, había golpeado uno de estos conos de tráfico mientras conducía de camino a casa. Rebotó bajo el coche y arrancó el silenciador de mi antigua camioneta Ford. Antes me percaté de que en la ciudad de Orono habían estado pintando pasos de peatones ese día, y ahora me daba cuenta de que habían dejado sus malditos conos de tráfico por todas partes. Con la lógica de un borracho, decidí recorrer la ciudad —lentamente, sin peligro, con sensatez— y recoger todos los conos. Todos y cada uno de ellos. Al día siguiente, los presentaría, junto con mi silenciador roto, en la oficina municipal haciendo alarde de una justificada indignación.
La policía de Orono, que ya tenía razones para no gustarles (yo era un notorio hippie en contra de la guerra de Vietnam), estaba encantada con su captura. El agente que me arrestó encontró suficientes conos en la parte trasera de mi camioneta para elevar la redada a la categoría de hurto. Solo yo sabía que, en realidad, me habían pillado en mi segunda carrera de conos. Si me hubieran pillado con los cien que ya tenía escondidos en mi apartamento, quizá habríamos hablado de hurto mayor.
Pasaron los meses. Me gradué en la Universidad de Maine. Con una posible condena por hurto pendiendo sobre mi cabeza, busqué un trabajo de profesor. Pero los puestos de trabajo eran escasos, y lo que conseguí en su lugar fue un empleo bombeando gasolina cerca de la ciudad de Brewer. Mi jefe era una mujer. No recuerdo su nombre, pero la llamaremos Ellen. Ellen no sabía que yo tenía pendiente un juicio por hurto. Por el salario mínimo que me pagaba (creo que era un dólar sesenta la hora), no me pareció que tuviera derecho a saberlo.
En aquel momento había una guerra de precios y en la gasolinera Interstate 95 vendíamos la normal a veintinueve centavos el galón. Pero esperen, amigos, hay más. Al repostar, podías elegir entre el Vaso (un feo pero duradero vaso de agua estilo cafetería) o el Pan (un pan extra largo de color blanco y esponjoso). Si nos olvidábamos de preguntar si podíamos comprobar el aceite, el repostaje te salía gratis. Si nos olvidábamos de dar las gracias, el mismo trato. ¿Y adivinad quién tendría que pagar por el repostaje gratuito? Sí, el olvidadizo empleado del surtidor, que en mi caso ya estaba medio arruinado; mi cena en aquella época solía consistir en Cheerios fritos en manteca de cerdo y un cigarrillo.
Para entonces había conocido a Tabitha Spruce, de Old Town, y le había pedido que se casara conmigo. Ella había aceptado, siempre y cuando yo encontrara un trabajo un poco mejor que bombear gasolina sin marca. Podía entenderlo. ¿Quién quiere casarse con un tipo cuya mayor responsabilidad es preguntar a los clientes si prefieren el Vaso o el Pan?
Llega agosto de 1970, y mi juicio por robo de conos. Le digo a Ellen que no podré ir al trabajo esa tarde porque ha muerto un familiar de mi prometida («prometida» suena mucho más responsable que «novia») y tengo que llevarla al funeral. Ellen parece creerse esto. Y efectivamente hay una especie de funeral, pero resulta que es el mío. Actúo como mi propio abogado en el Tribunal de Distrito de Bangor, pero tengo un tonto por cliente. Me declaran culpable. Sin embargo, podría ser peor; solo me multan con cien dólares. Podrían haberme metido en la cárcel del condado durante seis meses. Además, acababa de vender una historia de terror, The Float, a una revista femenina llamada Adam. El cheque llega justo a tiempo para pagar la multa.
Al día siguiente, cuando llego al trabajo, Ellen esboza una sonrisa que me indica que el ascensor de la mala fortuna no ha terminado su recorrido. Me dice que no sabía que los funerales se celebraban en el Tribunal de Distrito de Bangor. Resulta que un pariente de Ellen —un primo, un sobrino o algo así— era el siguiente en el orden del día tras la resolución de mi caso. Como una jugarreta que ocurre solo cuando estás en plena racha, este bellaco, que me conocía de vista de la gasolinera, mencionó haberme visto.
Y así fue como me encontré sin trabajo y con antecedentes penales a un mes de cumplir los veintitrés años. Empecé a preguntarme si iba a convertirme en un Tipo Realmente Malo. Ser un Tipo Realmente Malo es un trabajo de mierda, pero alguien tiene que hacerlo, razoné. Quizás robar conos de tráfico era solo el primer paso. Creo que ese fue el verano en que me di cuenta de que no todos somos protagonistas de nuestro propio espectáculo, y que los finales felices —incluso los medio felices, por el amor de Dios— están absolutamente en duda. ⬥
Referencias
King, S. (22 de abril de 2002). «Cone Head» en The New Yorker.