El hombre que escribe pesadillas
Echamos la vista atrás y recuperamos esta entrevista a Stephen King publicada en la revista «Yankee» en marzo de 1979
Entrevista realizada a Stephen King por Mel Allen y publicada originalmente en la revista Yankee en marzo de 1979. Traducción de Óliver Mayorga.
Las novelas de terror de Stephen King gozan de una tremenda popularidad en estos momentos, hecho que quizás le reporte a este nativo de Maine más notoriedad de la que desea. Pero es imposible que deje de escribir, porque está obsesionado con lo macabro, lo terrorífico y lo demoníaco. Es una obsesión rentable, se apresura a señalar.
«Por la noche, cuando me acuesto, me aseguro de que mis piernas quedan debajo de las mantas cuando se apagan las luces. Ya no soy un niño, pero… no me gusta dormir con una pierna al aire. Porque si una mano fría sale de debajo de la cama y me agarra el tobillo, gritaría. Sí, gritaría tanto que podría despertar a los muertos. Lo que está debajo de mi cama esperando para agarrar mi tobillo no es real. Eso lo sé, y también sé que si procuro mantener el pie bajo las sábanas, nunca podrá agarrarme el tobillo».
El grandullón se encuentra apoyado en su Scout, sujetando varios libros de 800 páginas y un bolígrafo con unas manos que tardan en desprenderse del frío. El viento azota el aparcamiento del supermercado y lo encuentra a él clavado a su coche en el aparcamiento de la escuela, realizando inscripciones en los libros con la cautelosa celeridad de un hombre que quiere hacerlo bien, pero que se está congelando por momentos.
Su chaqueta vaquera está muy deshilachada y tiene agujeros en las mangas. Años atrás, como estudiante de la Universidad de Maine, en Orono, su noviazgo con Tabitha Spruce, hija de los propietarios de un almacén de Maine en la cercana Milford, estuvo a punto de tropezar con su código de vestimenta personal. Una vez, cuando era estudiante de secundaria en Lisbon, Maine, se acicalaba frente a un espejo de cuerpo entero, intentando parecerse a sus amigos. Su madre, una mujer alta y delgada pero fuerte, que legó a su hijo sus azules ojos irlandeses, lo agarró y lo puso contra la pared: «Por dentro, todos estamos desnudos. No lo olvides nunca», tronó.
La camisa se le afloja en la espalda y quiere volver a meterla dentro de los vaqueros, pero eso significaría poner los libros en el suelo, así que termina su asunto con el bolígrafo y camina rápidamente más allá del campo de fútbol hacia una puerta lateral de la escuela.
El nombre de la escuela es Academia Hampden. Es una pequeña escuela pública, a pesar de su nombre tan elegante, situada en Hampden, Maine, al otro lado del río Penobscot, desde Bangor. Cree conocer el camino hasta que abre la puerta de lo que recuerda que es la sala de profesores, y encuentra allí a un sorprendido estudiante de fotografía colgando las fotos reveladas para que se sequen en el cuarto oscuro.
«No paso por debajo de una escalera. No enciendo tres cigarrillos con una sola cerilla. He llegado a ofender a la gente apagando mecheros y encendiendo mi propio cigarrillo después. Estas cosas se heredan y se transmiten, y la gente ignora voluntariamente este hecho. No recuerdo una noche en la que no haya comprobado cómo están los niños antes de irme a la cama, en la que no haya pensado que, si no lo hago, por la noche los trols y los monstruos lo sabrán. Y no me lo creo. No creo que vaya a tener mala suerte si paso por debajo de una escalera, como tampoco creo que alguien de mi familia vaya a morir si un cuervo o un gato negro se cruzan en mi camino. Pero ¡para qué arriesgarse con esas cosas!».
El grandullón está confuso y se pasa una mano por el espeso pelo negro que le cuelga hasta la ceja izquierda, como acostumbra a llevarlo, excepto cuando se lo arregla un peluquero caro para las fotografías publicitarias. El estudiante mira fijamente al intruso, sabiendo que ha visto esa cara en alguna parte. Es un rostro llamativo, con o sin la barba oscura que aparece y desaparece cada año como el follaje del otoño. Después de escribir ‘Salem’s Lot, la novela sobre vampiros que asolan un pequeño pueblo de Maine y que multiplicó por dos su ya considerable fama y fortuna, comentó con pesar que, a diferencia de sus vampiros, «por desgracia, todavía podía verme en el espejo».
Abre más puertas, ve caras conocidas, sonríe, saluda y, por ensayo y error, encuentra la sala de profesores que a las 12:45 está desierta. Momento para un cigarrillo rápido. Fuma desde los 18 años y ahora, a los 31, dice que intenta dejarlo, como dijo el año anterior, y el anterior. Lucha contra sus demonios personales uno por uno, dice, y este se aferra a él como arenas movedizas.
Otros le han descrito como hiperactivo y recorre la pequeña sala con inquietud, fijándose en los títulos de los libros de bolsillo utilizados en los cursos de Lengua. Coge un ejemplar muy gastado de ‘Salem’s Lot. Es una portada que causó sensación hace unos años por esa única gota carmesí babeando de los gélidos labios azules de una niña.
Suena el timbre. Entre el rápido roce de los pies al pasar por la puerta, levanta la vista para saludar a su amigo Everett McCutcheon, director del Departamento de Lengua. «¿Estás listo?», pregunta McCutcheon. McCutcheon coge el libro que se le presenta. «Sabía que iba a ser un gran éxito», dice McCutcheon sobre The Stand, un libro que hoy se encuentra cómodamente cerca de los primeros puestos de las listas de los más vendidos. «He despejado mi agenda para ponerme con él esta noche».
McCutcheon acaba de terminar de enseñar ‘Salem’s Lot a su clase de literatura de Ciencia Ficción y Ocultismo. A esa clase se unirá otra de escritura creativa para escuchar a Stephen King hablar sobre el éxito del terror: Carrie, ‘Salem’s Lot, The Shining, Night Shift, y ahora The Stand.
Por un momento, cuando Stephen King se detiene ante la puerta, se da cuenta de que durante los próximos 50 minutos, el escritor de novelas macabras más vendido del mundo estará en un aula de la Academia Hampden y hablará de vampiros, como lo había hecho ocho años antes. Ocho años llenos de tantos cambios que bien podrían haber sido ochocientos…
«Estaba enseñando Drácula aquí en la Academia Hampden. Lo leí un par de veces y lo enseñé dos veces a dos clases distintas en un periodo de tres semanas. También enseñé Our Town de Thornton Wilder en Lengua de primer año. Me conmovió lo que dijo sobre el pueblo. El pueblo es algo que no cambia. La gente va y viene, pero el pueblo permanece. Me sentí muy identificado con la naturaleza del pueblo pequeño. Crecí en Durham, Maine, un pueblo muy pequeño. Fui a una escuela de una sola aula. Me gradué entre los primeros de mi clase de gramática, pero solo éramos tres. Teníamos una línea telefónica compartida entre ocho personas. Siempre escuchabas la respiración de la anciana gorda que vivía calle arriba cuando hablabas con tu novia por teléfono. Había muchas cosas con encanto en el pueblo. Pero también había muchas cosas desagradables. Así que pensaba mucho en Drácula y en Our Town. Una noche estábamos cenando en nuestra pequeña caravana de mala muerte y yo estaba hablando de Drácula. Tabby dijo de repente: “¿Qué pasaría si Drácula volviera hoy? No a Londres, sino a Hermon”, donde vivíamos. Me encogí de hombros, pero las buenas ideas se adhieren a ti como los abrojos, no te abandonan. Empecé a darle vueltas en mi mente.
»Siempre me pareció, cuando enseñé Drácula, que Stoker quería hacer triunfar la ciencia y el racionalismo sobre la superstición. Pero Stoker escribió su libro a principios de siglo. Yo empecé el mío cuando ya habíamos visto todos los avances de la ciencia moderna. Ya no se ve tan genial cuando tienes aerosoles que disipan la capa de ozono o la biología moderna nos trae cosas como el gas nervioso y la bomba de neutrones. Así que me dije que iba a cambiar las cosas. En mi libro la superstición triunfará. En esta época, comparada con lo que hay realmente, la superstición parece casi reconfortante.
»Siempre habrá un lugar frío y especial en mi corazón para ‘Salem’s Lot'. Parecía capturar algunos de los aspectos especiales de vivir en un pueblo pequeño que había conocido toda mi vida. Es curioso, pero después de leer el libro la gente me dice: “Debes odiar Maine”. Y realmente me gusta este lugar. El libro muestra muchas cicatrices de la ciudad. Sin embargo, gran parte de él es un canto de amor a crecer en un pueblo pequeño. Y muchas cosas están desapareciendo ante nuestros ojos: las pequeñas tiendas donde se reúnen los hombres, las máquinas de refrescos, las líneas telefónicas compartidas. Tal vez sea que cuando escribí el libro éramos muy pobres y la caravana era pequeña y fría y podía bajar a mi pequeño cuarto de calderas donde escribía con un pupitre de cuarto curso apoyado en las rodillas. Y cuando me emocionaba, se movía hacia arriba y hacia abajo mientras me encorvaba. Quizá por eso me gusta tanto. Podía bajar allí y luchar contra los vampiros cuando quisiera».
El agente neoyorquino de King ha dicho que uno de sus grandes atractivos es que coloca a gente muy corriente en situaciones aterradoras. «Gente a la que ves en el McDonald’s. Gente que escucha música rock en la radio y sigue los partidos y sale a tomar cervezas». Los chicos de la clase observan al grandullón, encorvado hacia delante en el atril, gesticulando con las manos, y perciben que en realidad no es muy diferente de ellos.
Su intuición es correcta. El grandullón, cuyos contratos de libros rondan ahora el millón de dólares, ha sido entrenador de las ligas menores de béisbol; ha trabajado en turnos de doce horas en una lavandería comercial; ha trabajado en fábricas de tejidos en horario de 3 a 11, después de terminar sus clases en el instituto a las 2; ha bombeado gasolina en una estación de la Interestatal 95; y ha recogido patatas por 25 ¢ el barril. «Creo que lo único que he echado de menos es la recogida de arándanos», dice.
Enseguida se lanzan a las preguntas, a diferencia de la incómoda timidez de tantas otras conferencias de invitados. ¿Qué tal es escribir?, le preguntan. ¿Cómo lo hace? Él les contesta que escribe tres páginas mecanografiadas a un solo espacio al día. Todos los días, excepto en su cumpleaños y en Navidad. Para escribir estas páginas permanece en su escritorio desde las 8:30 de la mañana hasta las 11.
Le dedica varias horas más después del almuerzo y, si es necesario, también después de la cena. Dice que a este ritmo casi siempre puede completar un primer borrador en tres o cuatro meses, un segundo borrador en otros tres, y tener todo el libro terminado en un año. Para respaldarlo, están sus cinco libros publicados, y otras tres novelas terminadas sobre la mesa de su editor.
Parece sencillo. Pero no hay tiempo para hablarles de las cuatro novelas que llevan un largo tiempo sin publicarse y que permanecerán en un baúl polvoriento para siempre. Lecciones de humildad que le recuerdan los días en que enviaba historias incesantemente a Startling Mystery Stories, esperando su cheque de aceptación de 35 dólares, recibiendo rechazos la mayoría de las veces. Cuando esta revista pulp, de las que se leen en los largos viajes en autobús, finalmente aceptó una de ellas, el editor escribió: «Este joven ha escrito muchos relatos para nosotros y nos complace poder publicar uno por fin». «Hubo muchas veces que pensé que estaba persiguiendo un sueño imposible», dice King.
Tampoco hay tiempo para contar su mejunje de «mantequilla de cacahuete frita y frituras de maíz para poder subsistir», mientras dirigía su mirada a mercados literarios llamados Swank, Cavalier, Gallery, donde la ficción daba cuerpo a la revista, por así decirlo. Otra cosa que no les dice, pero que es obvia para estos chicos, especialmente para los que incluso ahora escriben sus propias historias a altas horas de la noche cuando la casa queda en silencio, es que tienes que llevarlo en la sangre. No se puede enseñar y no se puede comprar.
Cuando la gente le pregunta, como acostumbran a hacer, por qué escribe detalles tan espeluznantes, él responde: «¿Por qué suponen que puedo elegir?». Escribió: «Mi obsesión es lo macabro. Tengo una obsesión rentable. Hay lunáticos en celdas acolchadas en todo el mundo que no tienen tanta suerte».
Su esposa, Tabby, dice: «Steve escribía antes de que a nadie le interesara, y escribirá después de que hayan dejado de interesarse por él. Nunca le he conocido cuando no escribía. Y cuando no está escribiendo, está leyendo. Incluso cuando trabajaba todas esas horas en la lavandería, se arrastraba a su escritorio y escribía. Está constantemente convencido de que nunca terminará otro libro», dice. «O que cuando lo termine nunca escribirá otro. Creo que si llega el día en que no pueda escribir más, se suicidaría», dice.
«Mi madre nos crio ella sola a mí y a mi hermano porque nuestro padre nos abandonó cuando yo era muy pequeño. Siempre me interesaron los monstruos. Leía Fate Magazine omnívoramente. Hay buenas razones psicológicas que explican mi atracción por las historias de terror cuando era niño. Sin un padre, necesitaba mis propias experiencias de poder. Mi alter ego de niño era Cannonball Cannon, un temerario. A veces salía al Oeste si estaba triste, pero la mayor parte del tiempo me quedaba en casa y hacía buenas obras.
»Mis pesadillas de niño eran sobre la ineptitud. Sueños en los que me levantaba para saludar a la bandera y se me bajaban los pantalones. O en los que intentaba llegar a una clase y no había hecho los deberes. Cuando jugaba al béisbol siempre era el chico al que elegían el último. “Ja, ja, os tocó King”, decían los demás.
»Nuestra casa siempre era de alquiler. Nuestra letrina estaba pintada de azul y allí contemplábamos los pecados de la vida. Nuestro pozo siempre se secaba. Tenía que acarrear agua desde un manantial en otro campo, e incluso ahora me ponen nervioso nuestros pozos.
»Mi madre trabajaba en el turno de medianoche en una panadería. Llegaba a casa de la escuela y tenía que andar de puntillas para no despertarla. Nuestros postres eran galletas rotas de la panadería. Era una mujer que había ido a la escuela de música en Nueva York y era muy buena pianista. Tocaba el órgano en un programa de radio en la cadena NBC. Creo que fue a Nueva York para ver qué podía encontrar.
»Era una persona muy dura cuando se trataba del éxito. Sabía lo que era encontrarse sola y sin educación, y estaba decidida a que David y yo fuéramos a la universidad. “No os vais a pasar toda la vida fichando a la salida”, nos decía. Siempre nos contaba que los sueños y las ambiciones pueden causar amargura si no se realizan, y me animaba a enviar mis escritos.
»Los dos obtuvimos becas para la Universidad de Maine. Cuando estábamos allí, ella nos enviaba cinco dólares casi todas las semanas para nuestros gastos. Tras su muerte, descubrí que a menudo se quedaba sin comer para enviarnos ese dinero que habíamos aceptado tan despreocupadamente. Era muy incómodo.
»Tuve algunas batallas con aquellos profesores en la universidad que se burlaban de la ficción popular que yo llevaba todo el tiempo conmigo. Iban todo el día con libros esencialmente ilegibles como Waiting for Godot. Yo era su bufón de la corte. “Oh, King tiene unas nociones peculiares sobre la escritura”, decían.
»Cuando empecé con Carrie había terminado mi primer año de enseñanza. Trabajaba en verano en la lavandería para intentar llegar a fin de mes.
»Empecé a escribirlo, pero después de cuatro páginas pensé que apestaba y lo tiré a la basura. Más tarde llegué a casa y descubrí que Tabby las había sacado y había dejado una nota: “Por favor, sigue, es bueno”. Como es muy tacaña con sus elogios, lo hice.
»Cuando lo terminé se lo envié a Bill Thompson de Doubleday, con quien había hablado por teléfono cuando estaba en la universidad. Estábamos pasando por un momento muy difícil. Teníamos a nuestra hija Naomi y a nuestro hijo Joe. (Ahora hay un tercer hijo, Owen). Nos desconectaron el teléfono porque no podíamos pagarlo. Nuestro coche era una auténtica chatarra. Cuando llegó el telegrama diciendo que aceptaban el libro con un anticipo de 2500 dólares, Tabby tuvo que llamarme a la escuela desde el otro lado de la calle. Yo estaba en medio de una reunión de profesores y estaba ansioso esperando por llegar a casa y abrazarla.
»Más tarde, mi agente me dijo que los derechos de edición de bolsillo se habían comprado por 400 000 dólares. Le dije: “¿Quieres decir 40 000 dólares?”. Me contestó: “No, quiero decir 400 000 dólares”. Me di cuenta de que eso significaba 200 000 dólares para mí y que ya no tendría que enseñar más.
»Mi madre se estaba muriendo entonces. Pero ella sabía que todo iba a salir bien. Ella era anticuada con respecto a Carrie. No le gustaban las partes de sexo. Pero reconocía que gran parte de Carrie tenía que ver con el acoso. Si hay una moraleja en el libro es: “No te metas con la gente. Nunca sabes con quién te puedes meter”. Ah, si mi madre hubiera vivido, habría sido la reina de Durham».
Los chicos no se revuelven. La tos típicamente presente en una clase de Lengua está ausente, porque alguien ha preguntado a Stephen King sobre las pesadillas, sobre las cosas indecibles que todo el mundo lleva consigo desde la infancia, como lunares secretos: las voces que nadie más oye, las sombras nocturnas que toman forma, los impulsos de pasar corriendo por delante del cementerio, aunque hayan pasado por delante cientos de veces antes, pero siempre a la luz del día. Saben que este hombre conoce esas cosas. ¿Cómo, si no, podría haber creado a una Carrie que, en un último arrebato, destruye su instituto con sus poderes de telequinesis? ¿O la aterradora claustrofobia de The Shining, cuando los tres miembros de la familia quedan atrapados en la nieve en un hotel malévolo, mientras los poderes psíquicos de un niño pequeño desatan las energías del mal? ¿O los camiones que atropellan a sus propietarios en la antología de relatos Night Shift? ¿O los soldados de juguete de esa misma antología que empiezan a disparar balas de verdad? ¿O el hombre al que le entra algo malo en la cerveza y comienza a convertirse en un charco de sustancia viscosa? ¿O, por último, The Stand, su historia sobre los supervivientes de una epidemia de gripe que convergen a ambos lados de las Rocosas, atraídos a su vez por las fuerzas del mal y del bien, sabiendo que solo un bando puede perdurar? Y quieren preguntarle: «¿Cómo puedes escribir sobre un hombre viscoso y luego sentarte arriba con tus hijos a comer pizza?».

«Después de ‘Salem’s Lot nos fuimos a Colorado porque quería escribir un libro con un escenario diferente. Y no se me ocurría nada. Alguien dijo que debíamos ir a Estes Park, que estaba a unos 50 kilómetros, y alojarnos en el Hotel Stanley, un viejo y famoso hotel donde supuestamente fue abatido Johnny Ringo, el legendario forajido.
»Fuimos allí el día antes de Halloween. Era el último día de la temporada y todo el mundo se había marchado. Nos dijeron que podíamos quedarnos si pagábamos en efectivo. Bueno, teníamos dinero en efectivo y nos quedamos. Éramos los únicos huéspedes en el hotel y podíamos escuchar el viento gritando fuera.
»Cuando bajamos a cenar, pasamos por unas grandes puertas de bar a un enorme comedor. Había grandes cortinas de plástico sobre todas las mesas, y las sillas colocadas encima. Pero había una banda, y estaban tocando. Todo el mundo iba vestido de esmoquin, pero el local estaba vacío.
»Me quedé en el bar y me tomé unas cervezas y Tabby subió a leer. Cuando subí más tarde, me perdí. Era un laberinto de pasillos y puertas, con todo cerrado y oscuro y el viento aullando fuera. La alfombra era siniestra, con cosas selváticas tejidas en un fondo negro y dorado. Había unos extintores anticuados en las paredes que eran gruesos y serpenteantes. Pensé: “Tiene que haber una historia aquí en alguna parte”.
»Esa noche casi me ahogo en la bañera. Eran bañeras grandes y profundas con marcas en un lado. Pensé que si podía meter a unas cuantas personas ahí y hacerlas callar…
»Escribo mis pesadillas. De vez en cuando alguien me dice: “He tenido una pesadilla al leer tu libro”, y mi reacción inmediata es: “Te está bien empleado por leerlo”. Porque en esencia, lo que hago es tratar de asustar a la gente. No estás ahí para tomar té y galletas, sino para servir a los gustos más oscuros de la gente.
»Cuando estaba escribiendo The Shining había una escena que me aterrorizaba tener que afrontar al escribirla. Escribir es un acto de visualización bastante intenso. No diré que es mágico, pero se acerca bastante a la magia. Había una mujer en la bañera, muerta e hinchada durante años, y se levanta y empieza a ir a por el chico que no consigue abrir la puerta.
»Cuanto más cerca estaba de tener que escribirlo, más me preocupaba. No quería tener que enfrentarme a esa cosa indescriptible en la bañera, del mismo modo que el chico tampoco quería. Dos o tres noches seguidas, antes de llegar a esa sección, soñé que había una explosión nuclear en el lago donde vivíamos. El hongo nuclear se convertía en un enorme pájaro rojo que venía a por mí, pero cuando terminé de escribir la escena, se fue.
»Mi escena favorita de The Stand es cuando Larry Underwood, un cantante de rock, y su novia intentan escapar de Nueva York. Hay que recordar que casi todos en el país están muertos. Él tiene una discusión con ella en el túnel Lincoln. El túnel está atascado en ambos sentidos con coches cuyos conductores han muerto antes de poder salir. La única manera de salir es caminar tres kilómetros a través del túnel, alrededor de todos los coches, y todos los cadáveres que hay dentro. Y no hay luces.
»Él empieza a atravesar el túnel, solo, y llega más o menos a la mitad. Y está pensando en todas las personas muertas en sus coches y empieza a oír pasos y puertas de coches abriéndose y cerrándose. Creo que es una escena maravillosa. Es decir, ¿te imaginas a ese pobre hombre?».
Suena el timbre, interrumpiendo a King a mitad de una frase. Cuando termina la clase, se dirige a la casa de su antiguo colega docente para escuchar música y beber cerveza, y tal vez para echar una partida de póquer. Se esfuerza casi tanto en mantener la perspectiva como en escribir. Ha visto lo que ocho años como estos han hecho a otros escritores, los ha visto mutar en celebridades.
Este año da clases en su alma mater para «vengarse de mis antiguos profesores», ríe, pero más en serio admite que necesitaba volver al mundo real por un tiempo.
Debe hacer malabarismos con su tiempo, por lo que ya se siente «un poco manoseado, como un artículo en un bazar». No va a su casa junto al lago en Lovell con la suficiente frecuencia, y le preocupa que quizás deba mudarse, y volver a mudarse, hasta encontrar el equilibrio de paz y actividad que necesita. Con algo parecido a un horror que comienza lentamente, está empezando a darse cuenta de que tal vez, para uno de los tres o cuatro novelistas más vendidos del mundo, no existe tal lugar.
Cuando vivía en otro lago, en Bridgton, la policía recordaba que compraba la mortadela por cajas, igual que ellos. Que iba a las [tradicionales] cenas de alubias y a las reuniones en la escuela primaria. Pero si alguien pregunta a sus vecinos dónde vive Stephen King, se produce el repentino silencio de la cautelosa gente del campo.
Porque en su sabiduría saben algo que King sospecha, que a pesar de la mortadela y las chaquetas vaqueras rotas, nunca podrá volver a ser solo «el grandullón».
«Soy muy cauteloso al respecto de si soy alguien. Porque nadie lo es realmente. Todo el mundo es capaz de hacer algo bien, pero en este país se prima el estrellato. Un actor lo consigue, y un escritor lo consigue. Leo Publisher’s Weekly y cada vez veo más gente comparada conmigo. En la reseña de una novela de terror escriben: “En la tradición de Stephen King…”. Y no puedo creer que sea yo de quien hablan. Es muy peligroso fijarse en eso demasiado, porque puede desviarme de lo que quiero ser, que no es más que ser un peregrino que intenta salir adelante. Eso es todo lo que somos.
»¿Sabes? Mi editor llama “GMP” a la ciudad de Nueva York (el Glamuroso Mundo de la Publicación). Todo el mundo tiene un niño pequeño en su interior, y es como la hora del recreo en Nueva York. Es donde nos quitamos el traje de Clark Kent y nos convertimos en superescritores.
»Almorzamos en el Waldorf con la gente que adquirió los derechos cinematográficos de The Shining. (La película de Stanley Kubrick protagonizada por Jack Nicholson se estrenará en la Navidad de 1979). Nos sentamos en sillas de cuero. La mía estaba dedicada a George M. Cohan porque era donde solía sentarse a componer. Los camareros son todos franceses. Se deslizan hacia ti.
»Y nos sentamos alrededor de la mesa hablando seriamente sobre quiénes interpretarían los papeles en la película. “¿Qué te parece Robert DeNiro para el padre?”, dice alguien. Otro dice: “Creo que Jack Nicholson sería estupendo”. Y yo digo: “¿No crees que Nicholson es demasiado viejo para el papel?”. Y así sucesivamente. Proponemos nombres que aparecen en las revistas, pero es de verdad. Entonces nos traen la cuenta y son 140 dólares sin contar las bebidas, y alguien la recoge sin pestañear.
»Luego vuelvo a Maine y recojo los juguetes y compruebo si los niños se cepillan bien los dientes, y me encuentro solo en este despacho fumando demasiados cigarrillos y masticando aspirinas, y la gente glamurosa no está aquí. Hay una extraña soledad. Tienes que crear día tras día y tienes que lidiar con las dudas: que lo que estás creando es trivial y, además, ni siquiera es bueno. Así que, en cierto modo, cuando voy allí, a Nueva York, siento que me lo he ganado. Que obtengo lo debido». ⬥
Referencias
Allen, M. (marzo de 1979). «The Man Who Writes Nightmares» en Yankee.