Introducción a «Crosscut Literary Magazine»
La primera reseña que recibió Stephen King
Introducción escrita por Stephen King y publicada originalmente en Crosscut Literary Magazine Volume One, Number Six en 1998. Traducción de Óliver Mayorga.
Es la primavera de 1967, ¿vale? Soy un estudiante de primer año del segundo semestre en la Universidad de Maine. Tengo diecinueve años, voy de camino a clase a las ocho con los ojos medio cerrados y un Pall Mall pegado a la comisura de la boca (esto era en una época antigua en la que hasta los médicos fumaban de manera entusiasta). No estoy pensando en nada, salvo en si veré a mi novia ese fin de semana, cuando se me acerca un tipo al que nunca había visto antes. Me dice: «Me ha gustado tu historia, tío».
Me quedo completamente en blanco: ¿de qué demonios puede estar hablando? Enseño mis historias a mis amigos, a mis parientes y, a veces, si hay que hacer un trabajo, a los profesores. Por regla general, no se las enseño a desconocidos.
Como ve que no le entiendo, me dice: «La revista literaria, tío. Ubris. Compré un ejemplar en la Union porque trae un poema de mi hermana. Me gusta su poema. También me gustó tu historia». Y se va, rumbo a la biblioteca o quizá a los graneros de la universidad.
Me quedo un momento donde estoy, totalmente asustado. Acabo de recibir mi primera reseña —favorable, además— de un relato corto titulado «Cain Rose Up». En él, un estudiante que acaba de perder a su novia (buena parte de la literatura estudiantil suele tratar sobre el amor entre estudiantes y su pérdida) se vuelve loco y empieza a disparar a la gente desde la ventana de su dormitorio. No era una historia muy buena —y como las víctimas iban de camino a la cafetería cuando empezaron los disparos, sus muertes podrían haberse considerado asesinatos piadosos—, pero este chico al que nunca había visto antes no solo la había leído, sino que le había gustado. ¡Le gustó mi historia! Creo que ahí empezó mi carrera.
Por un lado, siempre escribes para ti mismo, eso está claro. Pero al final eso no basta. A menos que sea del tipo de Emily Dickinson, el escritor empieza a mostrar su trabajo. Cuando un escritor se lo enseña a un amigo o a un familiar y le dice «Dime qué te parece», en realidad le está diciendo «Dime algo bonito». Y aunque está bien ser amable, no siempre es útil para el escritor en desarrollo.
En el siguiente paso, cuando empieza a mostrar su trabajo a un profesor, el escritor se prepara para una evaluación más honesta… Sin embargo, cualquier profesor de composición o de escritura creativa le dirá que no es lo mismo escribir para la clase —escribir para sacar nota— que publicar en una revista o en una colección. Al fin y al cabo, el profesor es un público cautivo, al que se le paga (aunque nunca lo suficiente) para que lea lo que escribes y reaccione ante ello. Como alguien que ha dado clases tanto de redacción como de escritura creativa, puedo decirte que cambia tu forma de leer. Y no para mejor. Un profesor que lee el trabajo de un alumno rara vez es un profesor que se divierte; normalmente lleva el equivalente mental de un grito de combate y un chaleco antibalas, preparado lo mejor posible para los interminables asaltos a la lengua que montan los alumnos. «Sus ojos se deslizaron por su vestido», escribió uno de mis alumnos. «La noticia le golpeó como una bomba llena de anzuelos y otras pequeñas cosas dentadas», escribió otro. «No puedo expresar cómo me atravesó el hedor de ese hombre», escribió un tercero. ¿Y qué me dices de estas dos, sacadas de Internet?: «Su vocabulario era tan malo como… lo que sea» y «El barquito se deslizaba suavemente por el estanque exactamente como no lo haría una bola de bolos».
Para el profesor, el desprecio o el despido no son una opción cuando se enfrenta a estas atrocidades o incluso a otras más flagrantes. Debe intentar enseñar y guiar, abrir la cabeza y el corazón lo mejor que pueda, una entrega que siempre se resume en cuatro palabras: decir la maldita verdad.
Si el escritor va más allá del nivel de las aulas —como hacen ahora los escritores de la recopilación que sigue—, entra en el mundo del escritor editorial. La experiencia es como la de un atleta aficionado que se pone por primera vez el uniforme de un jugador profesional o semiprofesional y descubre que aquí arriba se juega de verdad; nadie pide tiempo si te golpea el viento, nadie avisa cuando te apartan del plato [en el béisbol].
Los poemas, relatos y ensayos de Crosscut serán leídos por amigos y parientes, por supuesto (sin amigos y parientes entusiastas, la mayoría de las revistas literarias probablemente quebrarían en poco tiempo), pero sus copias también llegarán a un público más amplio. Tal vez en un autobús entre Bangor y Montreal, un hombre de camino a visitar a su hermano podría encontrar un ejemplar de Crosscut (uno con una gran huella de barro, tal vez, o al que le falte una contraportada) y pasar al menos parte de su viaje leyendo a Julianna Herrick sobre el dulce de azúcar o a Ann Fellows sobre el cuidado y la alimentación de las pitones… o tal vez a Gayle Walden sobre los leñadores.
Un ejemplar puede acabar en la sala de espera de un dentista, en el asiento trasero del coche de alguien o entre los ejemplares de Elle, Vogue y Shape de un salón de belleza. O en otro país, algún estudiante que intente aprender inglés puede cogerlo y estar de acuerdo con Teresa y Ernie Steele, que empiezan «A Toast to Aomori» diciendo: «Words have different meanings/in many foreign lands/and so you must be careful/or risk censure’s demands» («Las palabras tienen significados diferentes en muchas tierras extranjeras, por lo que hay que tener cuidado o arriesgarse a las exigencias de la censura»).
Crosscut es donde la obra empieza a llegar a la gente, que la leerá o no la leerá, le gustará o no le gustará, en función de su deseo, curiosidad e interés, y no porque la lectura de la obra signifique su sueldo o porque sea una obligación familiar.
En efecto, se trata de una muy buena recopilación literaria. La obra es desigual y gran parte de ella es defectuosa, pero también hay una belleza y una dureza de expresión inesperadas, un hilo claro de dicción yanqui sin ambages. Creo que muchos de estos escritores se sorprenderán de lo positiva que va a ser la reacción a su trabajo, y espero que tengan la amabilidad de decir, cuando se les felicite, que tienen un buen editor y un fuerte apoyo del profesorado. (Pero asegúrate, Escritor Constante, de acaparar el resto de los elogios para ti; los escritores necesitan mucho amor).
Revistas como Crosscut proporcionan un vínculo crucial para el escritor; a menudo son el medio de ese primer paso fuera del aula y hacia el público que espera ese Santo Grial de la sociedad alfabetizada, ALGO BUENO PARA LEER. No tiene por qué ser La Ilíada, Lo que el viento se llevó o Las uvas de la ira; basta con algo que aligere ese largo viaje en autobús hasta Montreal. Si el escritor proporciona eso, alguien se dará cuenta.
Créeme, lo sé. ⬥
Referencias
King, S. (1998). «Introduction» en Crosscut Literary Magazine Volume One, Number Six. Husson College, Bangor, Maine.