Introducción escrita por Stephen King y publicada originalmente en una nueva edición de The Shining en 2001. Traducción de Óliver Mayorga.
Creo que en la carrera de todo escritor —por lo general, al principio de la misma— llega una «novela de encrucijada», en la que al escritor se le presenta una elección: o haces lo que has hecho antes, o intentas llegar un poco más alto. Solo en retrospectiva uno se da cuenta de la importancia de esa elección. A veces el momento solo llega una vez. Para mí, la novela de la encrucijada fue The Shining, y decidí llegar más alto. Incluso puedo recordar el momento exacto en que se produjo la elección: fue cuando Jack Torrance, el imperfecto protagonista de The Shining, está recordando a su padre, un bruto borracho que abusaba de su hijo mental, física y emocionalmente… De todas las formas posibles, en otras palabras.
Una parte de mí quería describir la brutalidad del padre y dejarlo así. Seguramente, pensé, los lectores del libro harían la conexión entre la relación de Jack con su padre y la relación de Jack con su propio hijo, Danny, que es, por supuesto, el punto focal psíquico de The Shining.
Otra parte de mí quería ir más allá, reconocer el amor de Jack por su padre a pesar de (quizás incluso a causa de) su naturaleza impredecible y a menudo brutal. Esa fue la parte a la que hice caso, y supuso una gran diferencia en el conjunto de la novela. En lugar de pasar de ser un tipo relativamente agradable a un villano bidimensional impulsado por fuerzas sobrenaturales para matar a su mujer y a su hijo, Jack Torrance se convirtió en una figura más realista (y, por tanto, más aterradora). Un asesino impulsado a cometer sus crímenes por fuerzas sobrenaturales me parecía casi reconfortante una vez que se pasaba por debajo de las emociones superficiales proporcionadas por cualquier historia de fantasmas medianamente competente. Un asesino que podría estar haciéndolo debido a los abusos de la infancia así como a esas fuerzas fantasmales… ah, eso parecía genuinamente perturbador. Además, me ofrecía la oportunidad de desdibujar la línea entre lo sobrenatural y lo psicótico, de llevar mi historia a ese territorio de «espero que solo sea un sueño» en el que lo meramente terrorífico se convierte en algo totalmente horripilante. En la única conversación que mantuve con el difunto Stanley Kubrick, unos seis meses antes de que empezara a rodar su versión de The Shining, me sugirió que era esta cualidad de la historia la que le atraía: ¿qué es exactamente lo que impulsa a Jack Torrance a asesinar en las habitaciones y pasillos aislados por el invierno del Hotel Overlook? ¿Son personas no muertas o recuerdos no muertos? El Sr. Kubrick y yo llegamos a conclusiones diferentes (yo siempre pensé que había fantasmas malévolos en el Overlook, que llevaban a Jack al precipicio), pero quizá esas conclusiones diferentes sean, de hecho, las mismas. Porque, ¿no son los recuerdos los verdaderos fantasmas de nuestras vidas? ¿No nos llevan a todos a palabras y actos que lamentamos de vez en cuando?
La decisión que tomé de intentar que el padre de Jack fuera una persona real, una persona que fuera amada y también odiada por su imperfecto hijo, me llevó por un largo camino hasta mis actuales creencias respecto a lo que tan alegremente se descarta como «la novela de terror». Creo que estas historias existen porque a veces necesitamos crear monstruos irreales que sustituyan a todas las cosas que tememos en nuestra vida real: el padre que da un puñetazo en lugar de un beso, el accidente de coche que se lleva a un ser querido, el cáncer que un día descubrimos viviendo en nuestro propio cuerpo. Si estos terribles sucesos fueran actos de oscuridad, podrían ser más fáciles de sobrellevar. Pero en lugar de ser oscuros, tienen su propio y terrible brillo, me parece, y ninguno brilla tanto como los actos de crueldad que a veces perpetramos en nuestras propias familias. Mirar directamente a ese brillo es quedar ciego, y por eso creamos cualquier cantidad de filtros. La historia de fantasmas, la historia de terror, el cuento extraño… son todos esos filtros. El hombre o la mujer que insiste en que no hay fantasmas no hace más que ignorar los susurros de su propio corazón, y eso me parece muy cruel. Seguramente, incluso el fantasma más maligno es algo solitario, abandonado en la oscuridad, desesperado por ser escuchado.
Ninguna de estas cosas se me ocurrió de forma coherente, ni siquiera semiconsistente, cuando escribía The Shining en mi pequeño estudio con vistas a los Flatirons; tenía una historia que escribir, mi objetivo diario de 3000 palabras que cumplir (tengo suerte si consigo 1800 a mis sesenta años). Todo lo que sabía era que tenía que elegir entre hacer que el padre del pequeño Jacky fuera un malvado sin más (lo que podía hacer mientras dormía) o intentar algo un poco más difícil y complejo: en una palabra, la realidad.
Si hubiera estado menos apañado económicamente, podría haber optado por la primera opción. Pero mis dos primeros libros, Carrie y ‘Salem’s Lot, habían tenido éxito, y a los King nos iba bien en ese sentido. Y no quise conformarme con menos cuando sentí que podía subir la apuesta emocional del libro considerablemente haciendo de Jack Torrance un personaje real en lugar de solo el hombre del saco del Overlook.
El resultado no fue perfecto, y la prosa de The Shining tiene una cualidad engreída que me ha llegado a molestar en los últimos años, pero el libro me sigue gustando enormemente y reconozco la importancia de la elección que me obligó a hacer: entre la irrealidad segura del parque de atracciones y las verdades mucho más peligrosas que se esconden entre las líneas de las obras más exitosas del género fantástico. Esa verdad es que los monstruos son reales, y los fantasmas también. Viven dentro de nosotros, y a veces ganan.
Que nuestros mejores ángeles a veces —¡a menudo!— ganan, a pesar de todo, es otra verdad de The Shining. Y gracias a Dios que así es.
Nueva York
8 de febrero de 2001
Referencias
King, S. (2001). «Introduction» en The Shining. Nueva York, Estados Unidos: Simon & Schuster (Pocket Books)
Sublime introducción, me gusto.