Introducción a «Carrie»
Stephen King habla de las dos chicas que inspiraron el personaje de Carrie White
Introducción escrita por Stephen King y publicada originalmente en una nueva edición de Carrie en 1999. Traducción de Óliver Mayorga.
Aunque vendí un par de relatos siendo estudiante universitario, mi carrera como escritor de ficción profesional comenzó en realidad justo después de graduarme. Había escrito una columna (se llamaba King’s Garbage Truck —el nombre se lo puso el redactor jefe, no yo—) en el periódico de la universidad durante dos o tres años, y pasé por las oficinas para recoger algunos de mis trastos dos o tres días después de la ceremonia de graduación.
El lugar estaba totalmente vacío, era la primera vez que lo veía así. Llevaba una semana dándole vueltas a una idea para una historia, algo sobre ratas gigantes viviendo y reproduciéndose bajo una fábrica textil de Nueva Inglaterra. No se parecía en nada a la «delicada» ficción literaria que estuve haciendo en los seminarios de escritura creativa que había cursado, ni tampoco demasiado a las columnas sarcásticas y zafias que había escrito para King’s Garbage Truck. Pero esa gran oficina vacía y todas esas máquinas de escribir vacantes sugerían una liberación y una amplitud que solo había imaginado durante mis últimos dos semestres. Me sugirieron que podía hacer lo que quisiera, ¿acaso no había terminado la escuela?
Pasé ese día escribiendo una historia llamada Graveyard Shift. Recuerdo que estaba muy contento y absorto; de hecho, me lo pasé como nunca. La historia era truculenta, ágil y divertida. (Más tarde se convirtió en una película que era truculenta y ágil, pero desgraciadamente no muy divertida). La envié a la revista Cavalier tal y como estaba; puede que hiciese una reescritura rápida, aunque no recuerdo haberlo hecho. Mi Writer’s Market indicaba que Cavalier leía relatos de terror y ciencia ficción no solicitados, y eso fue suficiente para mí. También resultó ser lo suficientemente bueno para Nye Willden, el editor de ficción de Cavalier. Lo compró por 200 dólares, lo que parecía una enorme cantidad de dinero para un joven que había pasado la mayor parte de sus años universitarios con dos pares de tejanos y que en más de una ocasión había cenado Cheery Casserole, un plato que yo inventé. Consistía en Cheerios y mantequilla de cacahuete fritos en aceite Wesson. ¿Lo has comido alguna vez? ¿No? Bien por ti.
Para cuando llegó el cheque de Graveyard Shift, yo ya estaba comprometido para casarme. Mi prometida, Tabitha Spruce, de Old Town, Maine, disfrutaba mucho de mis historias, al igual que yo disfrutaba de su obra, en su mayoría poesía en aquella época. La conocí mientras trabajábamos juntos en la Biblioteca Raymond Fogler de la Universidad de Maine, pero realmente llegué a conocerla en una serie de seminarios y talleres de poesía. A principios del otoño de 1970, leyó un relato mío titulado I Am the Doorway y dijo que era una de las mejores historias de ciencia ficción que había leído. Me sentí muy halagado… y otras cosas. Esa historia también se vendió a Cavalier, y para cuando se publicó, ya estábamos casados. En 1973 ya teníamos un par de hijos (todos los halagos que nos hacíamos tenían consecuencias inevitables), y mis ventas de relatos cortos a las revistas masculinas se convirtieron en algo crucial para nuestra supervivencia económica. Comencé a trabajar en una lavandería y luego me dediqué a enseñar Lengua en la escuela secundaria. Ninguna de las dos cosas era suficiente para una familia de cuatro miembros, pero con los mil doscientos extra de las ventas de los cuentos pudimos salir adelante. Llegamos al punto en que, cuando uno de los niños tenía una infección de oído y necesitábamos comprar antibióticos, Tabby decía —medio en broma y medio en serio— «Date prisa, Steve, piensa en un monstruo».
A finales del otoño o principios del invierno de 1972, se me ocurrió una idea para una historia corta sobre una chica con poderes telequinéticos (o psicoquinéticos, si lo prefieres). La idea había estado dando vueltas en mi cabeza desde el instituto, cuando leí un artículo de la revista Life sobre un caso de actividad poltergeist en una casa de los suburbios. Los poltergeist son espíritus juguetones o burlones —fantasmas, si quieres llamar fantasma a una aparición—. La actividad en esta casa parecía, al examinarla de cerca, no tener nada que ver con fantasmas. Había una adolescente problemática en la familia. Cuando estaba en casa, los objetos, especialmente los religiosos, volaban por el aire. Cuando no estaba, las cosas se quedaban en su sitio. El artículo se aventuraba a teorizar que gran parte de la actividad atribuida a los fantasmas es causada en realidad por los niños, y que las chicas al borde de la pubertad parecen especialmente aptas para aprovechar este talento inusual; la idea parecía ser que había una gran fuerza dentro de ellas, accesible solo en ese momento de sus vidas.
Pensé que sería una buena historia —tal vez valiera hasta 500 dólares— y empecé a escribirla, trabajando en el cuarto de la lavadora de nuestra pequeña caravana (en aquellos días no podía alejarme de las lavadoras, al parecer) y escribiendo el primer borrador a un solo espacio y con márgenes extra estrechos, como siempre hacía; el papel costaba dinero, y no teníamos para desperdiciarlo en hojas adicionales para los primeros borradores.
Antes de haber completado dos páginas, empezaron a importunarme mis propios fantasmas; los fantasmas de dos chicas, ambas muertas, que finalmente se combinaron para convertirse en Carrie White. No llamaré aquí a ninguna de las dos por su verdadero nombre; fueron desgraciadas en vida y no merecen ser criticadas, ni siquiera en una introducción tan humilde como esta, en la muerte. Llamaré a una de ellas Tina White y a la otra Sandra Irving.
Tina fue conmigo a la escuela primaria de Durham. Era una bucólica escuela del condado, de cuatro aulas, con unos sesenta alumnos en total. Tina era regordeta y callada, tan rezagada que te daban ganas de llorar. Hay un vago en cada clase, el niño que siempre se queda sin silla en el juego de las sillas musicales, el que siempre acaba llevando colgado el cartel de PATÉAME FUERTE, el que ocupa el último puesto en la jerarquía social. Esa era Tina. No porque fuera estúpida (no lo era), ni porque su familia fuera peculiar (lo era), sino porque llevaba la misma ropa al colegio todos los días. Todavía puedo ver esa ropa; ni siquiera necesito cerrar los ojos. Estaba la diadema roja sobre el pelo negro (y realmente muy bonito). La blusa blanca sin mangas, que usaba tanto en verano como en invierno, y que se ceñía cada vez más al pecho, cada vez más grande y pesado. Y estaba la falda negra, que caía sin gracia hasta la parte inferior de la espinilla.
Un año, después de las Navidades, Tina llegó con un conjunto completamente nuevo. Ese no puedo recordarlo, solo lo feliz que estaba de llevarlo. Creo que incluso llevaba medias de nailon. Y puedo recordar claramente cómo su optimista vivacidad se transformó —primero en sorpresa, luego en enfado y, finalmente, en aburrida aceptación— a medida que llovían sobre ella las burlas, los insultos y los comentarios sarcásticos. En lugar de disminuir, el rechazo de los niños hacia Tina se hizo aún más feroz. Yo no participé en este comportamiento, que solo puede calificarse de novatada, pero no me manifesté en contra. Diablos, yo solo tenía catorce años. Es difícil alzarse cuando tienes catorce años.
Sandra Irving vivía a un kilómetro y medio de la casita donde me crie. Su padre no vivía con ella, solo su madre y un gran pastor alemán con el absurdo nombre de Cheddar Cheese (Queso Cheddar). La señora Irving me contrató un día para que le ayudara a mover algunos muebles —yo tendría entonces unos dieciséis años o así— y me llamó la atención el crucifijo que colgaba en el salón, sobre el sofá de los Irving. Si tan gigantesco ídolo se hubiera caído mientras los dos veían la televisión, la persona sobre la que cayera se habría matado casi con toda seguridad. Sabía que los Irving eran religiosos de una manera extraña y ferviente que excluía nuestra Iglesia metodista común y corriente, pero hasta que no vi aquel Cristo horrible y dominante —la figura empalada en la cruz chorreando sangre por las manos, los pies y el costado, con los ojos entornados en una espeluznante combinación de agonía y compasión— nunca entendí del todo hasta qué punto eran religiosos. O qué extraños.
Su religión era una parte por que los niños se alejaban de Sandy. El olor que ella desprendía —no de suciedad, sino un extraño olor a polvo, como el de las bibliotecas, dulce y empalagoso— también formaba parte de ello. El hecho de que sufriera ataques epilépticos y llevara una ropa extrañamente modesta y anticuada también desempeñaba su papel. Pero, como en el caso de Tina, también había algo más. Algo que transmitía ¡RARA! ¡NO ERES COMO NOSOTROS! ¡LARGO! en una frecuencia que solo otros niños pueden captar. Es como una emisora de radio pirata del corazón. Ya no puedo captar esa frecuencia, pero puedo recordarla tan bien… como puedo recordar la falda negra de Tina y la cada vez más amarillenta blusa blanca sin mangas.
Ninguna de las dos chicas —por suerte o por desgracia— tenía el poder inusual de Carrie White. Ninguna de las dos llegó a terminar el instituto, ni llegó a la edad de treinta años. Tina se suicidó, ahorcándose en su sótano. Sandy murió durante un ataque epiléptico en el pequeño apartamento que había cogido en el pueblo donde todos habíamos ido al instituto.
Estos eran los fantasmas que seguían intentando interponerse entre lo que estaba escribiendo y yo, seguían insistiendo en que los combinara, de alguna manera, en una historia que contara lo que podría haber sucedido si realmente existiera la energía telequinética (y por lo que sé, puede que la haya). Lo que podría haber ocurrido si el mundo fuera justo con las chicas jóvenes. En resumen, querían que escribiera una novela.
Tenía miedo… tanto del mundo femenino que tendría que habitar (era un mundo del que no sabía casi nada), como del nivel de crueldad que tendría que describir. También me asustaba volver a ver lo que no había tenido el ingenio o el valor moral de detener. Y también había un aspecto más prosaico: Tabby y yo necesitábamos algo de dinero rápido para la comida y el alquiler, no una novela que podría venderse o no a una editorial. Tiré a la papelera las primeras páginas de la historia a medio terminar y me fui al salón a ver la televisión.
Tabby me preguntó en qué había estado trabajando. Le dije que en un cuento, pero que había sido un fiasco y lo había tirado. Quizás vio algo en mi cara. No lo sé con seguridad. Lo único que sé es que entró en mi pequeño cuarto de escritura, sacó las páginas de la papelera, sacudió la ceniza del cigarrillo, las alisó, las leyó y me sugirió que siguiera. Lo hice, sobre todo para complacerla. El resultado fue la novela corta que sigue a continuación, ya antigua, pero con un sorprendente poder para herir y horrorizar aún vigente. Fue publicada por Doubleday en 1974 y se ha seguido reimprimiendo desde entonces. A veces —muy a menudo, de hecho— desearía que Tina y Sandy estuvieran vivas para leerla.
O sus hijas.
23 de febrero de 1999
Longboat Key, Florida
Referencias
King, S. (1999). «Introduction» en Carrie.