La importancia de ser Bachman
«Bachman tiene una cosa en común con el “alter ego” de Thad Beaumont, George Stark: no es un tipo muy agradable»
Nueva introducción escrita por Stephen King y publicada originalmente en The Bachman Books en octubre de 1996. Traducción de Diego Munguia y Óliver Mayorga.
Esta es mi segunda introducción a los llamados «Libros de Bachman», un término que he llegado a asociar (en mi mente, al menos) a las cuatro primeras novelas publicadas con el nombre de Bachman, las que aparecieron originalmente en rústica y sin llamar la atención bajo el sello Signet. Mi primera introducción no fue muy buena; parecía un caso de libro de texto de ofuscación del autor. Pero no es de extrañar. Cuando se escribió, el alter ego de Bachman (yo, en otras palabras) no estaba en lo que llamaría un estado de ánimo contemplativo o analítico; Bachman nunca se creó como un alias a corto plazo; se suponía que iba a estar ahí por mucho tiempo, y cuando mi nombre salió en relación con el suyo, me sorprendió, me molestó y me enfadó. No es un estado propicio para escribir bien. Esta vez puede que lo haga un poco mejor.
Probablemente lo más importante que puedo decir de Richard Bachman es que se hizo real. No del todo, por supuesto (dijo con una sonrisa nerviosa); no estoy escribiendo esto en un estado ilusorio. Salvo que… bueno… quizá sí. La ilusión es, después de todo, algo que los escritores de ficción intentan fomentar en sus lectores, al menos durante el tiempo que el libro o la historia están abiertos ante ellos, y el escritor difícilmente es inmune a este estado de… ¿cómo lo llamaría? ¿Qué te parece «ilusión dirigida»? A mí me parece muy acertado.
En cualquier caso, Richard Bachman comenzó su carrera no como un delirio, sino como un lugar protegido donde podía publicar algunas de mis primeras obras que creía que podrían gustar a los lectores. Luego empezó a crecer y a cobrar vida, como suelen hacer las criaturas de la imaginación de un escritor. Empecé a imaginarme su vida de granjero lechero, su esposa, la bella Claudia Inez Bachman, sus solitarias mañanas en New Hampshire, que pasaba ordeñando las vacas, adentrándose en el bosque y pensando en sus historias, sus tardes dedicadas a escribir, siempre con un vaso de whisky junto a su máquina de escribir Olivetti.
Asumió su propia realidad, eso es todo, y cuando su tapadera fue descubierta, murió. En las pocas entrevistas que me vi obligado a conceder sobre el tema, no le di demasiada importancia, diciendo que había muerto de cáncer de seudónimo, pero en realidad fue el shock lo que le mató: la constatación de que a veces la gente no te deja en paz. Por decirlo en términos más rotundos (pero en absoluto inexactos), Bachman era el lado vampírico de mi existencia, asesinado por la luz del sol de la divulgación. Mis sentimientos sobre todo esto eran lo suficientemente confusos (y fértiles) como para dar pie a un libro (un libro de Stephen King, eso sí), The Dark Half. Trata de un escritor cuyo seudónimo, George Stark, cobra vida. Es una novela que mi mujer siempre ha detestado, quizá porque, para Thad Beaumont, el sueño de ser escritor abruma la realidad de ser un hombre; para Thad, el pensamiento ilusorio supera por completo la racionalidad, con horribles consecuencias.
Sin embargo, yo no tuve ese problema. De verdad. Dejé de lado a Bachman y, aunque lamenté que tuviera que morir, mentiría si no dijera que también sentí cierto alivio.
Uno de sus libros, Rage, ha sido especialmente problemático para Stephen King. Ha sido un factor en una serie de incidentes desagradables (y a veces mortales) en el mundo real, incidentes en los que adolescentes perturbados han tomado como rehenes a compañeros de clase y profesores, y en algunos casos han cometido asesinatos. ¿Cuánta responsabilidad tiene el autor de un libro cuando este parece formar parte del mecanismo desencadenante de un interludio psicótico o criminal? Yo no lo sé. He pasado noches en vela con esa pregunta, muchas, y sigo sin saberlo. Al parecer, tampoco lo sabe el FBI, que me ha consultado en relación con el libro. Un psicólogo relacionado con un caso así declaró que «esta novela nunca entró en una clase y disparó a nadie», y eso es reconfortante, pero uno se pregunta —tiene que preguntarse— si es toda la verdad. Lo que me reconforta más es la certeza de que el libro no fue escrito con mala intención, aunque lo escribiera un joven problemático de dieciocho años que ahora me parece un desconocido; ese joven no era en realidad ni King ni Bachman, sino un extraño (y quizá peligroso) híbrido de ambos.
Como la mayoría de la gente, sospecho, tengo problemas para recordar mis años de adolescencia —es como intentar recordar conversaciones que podrías haber tenido mientras tenías fiebre alta—, pero una cosa que sí recuerdo es que la furia y el terror y el humor mordaz (no el ingenio, lo gracioso en Rage es lo más alejado del ingenio) que se encuentran en esa historia solo tenían un propósito real, y ese era el propósito de toda mi ficción temprana: salvar mi vida y mi cordura. ¿Qué me hacía sentir tan loco la mayor parte del tiempo por aquel entonces? No lo sé, Lector Constante, y esa es la verdad. Mi cabeza parecía estar siempre a punto de estallar, pero he olvidado por qué. Todo lo que puedo decir para concluir esta parte de mi historia es que si hay alguien ahí fuera leyendo esto que sienta el impulso de coger una pistola y emular a Charlie Decker, que no sea gilipollas. Que coja un bolígrafo, en su lugar. O un pico y una pala. O cualquier otra maldita cosa. La violencia es como la hiedra venenosa: cuanto más te rascas, más se extiende.
Los otros libros de este ómnibus se escribieron con un espíritu muy parecido al de Rage, no como libros de Bachman propiamente dichos (después de todo, Bachman aún no se había inventado), sino en un estado de ánimo Bachman: rabia baja y desesperación latente. Ben Richards, el escuálido y pretuberculoso protagonista de The Running Man (tan lejos de parecerse al personaje de Arnold Schwarzenegger de la película), estrella un avión secuestrado contra el rascacielos de la Dirección de Concursos, suicidándose, pero llevándose consigo a cientos (quizá miles) de ejecutivos de Libre-Visión; es la versión Richard Bachman de un final feliz. Las conclusiones de las otras novelas de Bachman son aún más sombrías. Stephen King siempre ha comprendido que los buenos no siempre ganan (véase Cujo, Pet Sematary y —quizá— Christine), pero también ha comprendido que la mayoría de las veces sí lo hacen. Todos los días, en la vida real, ganan los buenos. La mayoría de estas victorias pasan desapercibidas (UN HOMBRE LLEGA A CASA A SALVO DEL TRABAJO UNA VEZ MÁS no vendería muchos periódicos), pero no dejan de ser reales, y la ficción debe reflejar la realidad.
Y sin embargo…
En el primer borrador de The Dark Half, hice que Thad Beaumont citara a Donald E. Westlake, un escritor muy divertido que ha escrito una serie de novelas policíacas muy sombrías bajo el nombre de Richard Stark. Cuando se le pidió que explicara la dicotomía entre Westlake y Stark, el escritor en cuestión dijo: «Escribo historias de Westlake en los días soleados. Cuando llueve, soy Stark». No creo que se incluyera en la versión final de The Dark Half, pero siempre me ha encantado (y me he identificado con ella, como se ha puesto de moda decir). Bachman —una creación ficticia que se hacía más real para mí con cada libro publicado que llevaba su firma— era el tipo de hombre de días lluviosos.
La mayoría de las veces ganan los buenos, el valor suele triunfar sobre el miedo, el perro de la familia casi nunca contrae la rabia; son cosas que sabía a los 25 años, y cosas que sigo sabiendo ahora, a la edad de (casi) 25×2. Pero también sé algo más: hay un lugar en la mayoría de nosotros donde la lluvia es más o menos constante, las sombras son siempre largas y los bosques están llenos de monstruos. Es bueno tener una voz con la que se puedan articular los terrores de ese lugar y describir parcialmente su geografía, sin negar el sol y la claridad que llenan gran parte de nuestras vidas ordinarias. En Thinner, Bachman hablaba por primera vez con su propia voz —era la única de las primeras novelas de Bachman que llevaba su nombre en el primer borrador en lugar del mío— y me pareció realmente injusto que, en el momento en que empezaba a hablar con su propia voz, lo confundieran conmigo. Y un error fue justo lo que sentí, porque para entonces Bachman se había convertido en una especie de ídolo para mí; decía las cosas que yo no podía, y pensar en él ahí fuera en su granja lechera de New Hampshire —no un escritor superventas que aparece en alguna estúpida lista Forbes de artistas demasiado ricos para su propio bien o su cara en el programa Today o haciendo cameos en películas— escribiendo tranquilamente sus libros le daba permiso para pensar de formas que yo no podía pensar y hablar. Y entonces aparecieron esas noticias que decían «Bachman es en realidad King», y no hubo nadie —ni siquiera yo— que defendiera al condenado, o que señalara lo obvio: que King también era en realidad Bachman, al menos algunas veces.
Injusto, pensé entonces, pero a veces la vida te muerde un poco, eso es todo. Decidí apartar a Bachman de mis pensamientos y de mi vida, y así lo hice, durante varios años. Entonces, mientras escribía una novela (una novela de Stephen King) llamada Desperation, Richard Bachman apareció de repente en mi vida otra vez.
En ese tiempo yo trabajaba con un procesador de textos Wang; parecía el visiphone de un viejo serial de Flash Gordon. De vez en cuando, cuando se me ocurría una idea, escribía una frase o un posible título en un trozo de papel y lo pegaba con cinta adhesiva al lateral de la impresora. Cuando me acercaba a las tres cuartas partes de Desperation, tenía un trozo con una sola palabra impresa: Regulators. Había tenido una gran idea para una novela, algo que tenía que ver con juguetes, armas, televisión y suburbios. No sabía si llegaría a escribirla —muchas de esas «notas de impresora» nunca llegaban a nada—, pero desde luego era genial pensar en ello.
Entonces, un día lluvioso (como los de Richard Stark), mientras entraba en mi casa, tuve una idea. No sé de dónde salió; no tenía nada que ver con ninguna de las trivialidades que me rondaban por la cabeza en aquel momento. La idea era coger a los personajes de Desperation y ponerlos en The Regulators. En algunos casos, pensé, podrían interpretar a las mismas personas; en otros, cambiarían; en ninguno de los casos harían las mismas cosas o reaccionarían de la misma manera, porque las diferentes historias dictarían diferentes cursos de acción. Sería, pensé, como si los miembros de una compañía de teatro actuaran en dos obras diferentes.
Entonces se me ocurrió una idea aún más emocionante. Si podía utilizar el concepto de la compañía de teatro con los personajes, también podría utilizarlo con la trama en sí: podría apilar muchos de los elementos de Desperation en una configuración totalmente nueva y crear una especie de mundo espejo. Sabía, incluso antes de ponerme en marcha, que muchos críticos tacharían este hermanamiento de truco… y no se equivocarían, precisamente. Pero pensé que podía ser un buen truco. Tal vez incluso un truco esclarecedor, que mostrara la musculatura y versatilidad de la historia, su capacidad casi ilimitada para adaptar unos pocos elementos básicos en infinitas variaciones agradables, su encanto travieso.
Pero los dos libros no podían sonar exactamente igual, ni significar lo mismo, como tampoco pueden sonar y significar lo mismo una obra de Albee y otra de William Inge, aunque las represente en noches sucesivas la misma compañía de actores. ¿Cómo podría crear una voz diferente?
Al principio pensé que no podría, y que lo mejor sería arrojar la idea a la papelera que guardo en el fondo de mi mente, la de las COSAS INTERESANTES PERO INVIABLES. Entonces se me ocurrió que había tenido la respuesta todo el tiempo: Richard Bachman podía escribir The Regulators. Su voz sonaba superficialmente igual a la mía, pero en el fondo había un mundo de diferencia, toda la diferencia entre el sol y la lluvia, digamos. Y su visión de la gente era siempre distinta de la mía, simultáneamente más divertida y más fría (Bart Dawes en Roadwork, mi favorito de los primeros libros de Bachman, es un ejemplo excelente). Por supuesto que Bachman estaba muerto, yo mismo lo había anunciado, pero la muerte es en realidad un problema menor. Solo hay que preguntarle a Paul Sheldon, que recuperó a Misery Chastain para Annie Wilkes, o a Arthur Conan Doyle, que recuperó a Sherlock Holmes de las cataratas de Reichenbach cuando los fans de todo el Imperio Británico clamaban por él. En realidad, no resucité a Richard Bachman; solo visualicé una caja de manuscritos abandonados en su sótano, con The Regulators encima. Luego transcribí el libro que Bachman ya había escrito. Esa transcripción fue un poco más dura, pero también inmensamente estimulante. Fue maravilloso volver a oír la voz de Bachman, y ocurrió lo que yo había esperado que ocurriera: salió un libro que era una especie de gemelo fraternal del que yo había escrito con mi propio nombre (y los dos libros se escribieron literalmente uno detrás del otro, el de King se terminó un día y el de Bachman comenzó al día siguiente). No se parecían más que los propios King y Bachman. Desperation trata de Dios; The Regulators trata de la televisión. Supongo que ambos tratan de poderes superiores pero muy diferentes.
La importancia de ser Bachman siempre fue la importancia de encontrar una buena voz y un punto de vista válido que fueran un poco diferentes de los míos. No realmente diferentes; no soy tan esquizofrénico como para creer eso. Pero sí creo que hay trucos que todos utilizamos para cambiar nuestras perspectivas y nuestras percepciones —para vernos nuevos vistiéndonos con ropa diferente y peinándonos con estilos distintos— y que esos trucos pueden ser muy útiles, una forma de revitalizar y refrescar viejas estrategias para vivir la vida, observarla y crear arte. Ninguno de estos comentarios pretende sugerir que haya hecho algo grandioso en los libros de Bachman, y seguramente no se hacen como argumentos de mérito artístico. Pero amo demasiado lo que hago como para querer quedarme anticuado si puedo evitarlo. Bachman ha sido una de las formas en las que he tratado de refrescar mi oficio, y de evitar estar demasiado cómodo y bien acolchado.
Espero que estos primeros libros muestren cierta progresión de la personalidad de Bachman, y espero que también muestren la esencia de esa personalidad. De tono oscuro, desesperado incluso cuando se ríe (de hecho, se desespera más cuando se ríe), Richard Bachman no es un tipo que me gustaría ser todo el tiempo, aunque siguiera vivo, pero es bueno tener esa opción, esa ventana al mundo, por polarizada que sea. Sin embargo, a medida que el lector se abre camino a través de estas historias, puede descubrir que Dick Bachman tiene una cosa en común con el alter ego de Thad Beaumont, George Stark: no es un tipo muy agradable.
Aún me pregunto si habrá otros buenos manuscritos, a punto de ser terminados, en esa caja encontrada por la viuda señora de Bachman en el sótano de su granja de New Hampshire.
A veces me lo pregunto mucho.
Stephen King
Denver, Colorado
16 de abril de 1996
Referencias
King, S. (octubre de 1996). «The Importance of Being Bachman» en The Bachman Books. Estados Unidos: Signet.
Como siempre un honor traer estos tesoritos. Y que la gente lo disfruta