Una nota sobre «Los lagolieros»
Introducción a la novela corta escrita por Stephen King
A mí los cuentos se me ocurren en circunstancias y momentos diferentes: en el coche, bajo la ducha, mientras camino e incluso durante las fiestas.
En un par de ocasiones han acudido a mi mente en sueños. Pero raras veces los escribo en cuanto se me ocurre la idea, y nunca llevo un cuaderno de notas encima.
No anotar las ideas constituye un ejercicio de autopreservación. Se me ocurren muchas, pero solo un pequeño porcentaje es bueno, así que las guardo en una especie de archivo mental. Allí, las malas terminan por autodestruirse, como la cinta de Control al comienzo de cada episodio de Misión imposible. Pero las buenas no.
De vez en cuando, al abrir el cajón del archivo para echar una mirada a lo que queda, ese pequeño montón de ideas me mira, cada una de ellas con su brillante imagen central. En el caso de Los lagolieros, la imagen era una mujer que apretaba la mano contra una grieta en la pared de un jet comercial.
No servía de nada recordarme a mí mismo que sabía muy poco sobre aviación comercial. Lo hacía, pero a pesar de ello la imagen persistía cada vez que abría el archivo para guardar en él otra idea.
Las cosas llegaron a tal extremo que hasta podía oler el perfume de la mujer (era L'Envoi), ver sus ojos verdes y escuchar su respiración jadeante. Una noche, mientras estaba en la cama a punto de dormirme, advertí que aquella mujer era un fantasma.
Recuerdo que me senté en la cama, apoyé los pies en el suelo y encendí la luz. Me quedé un rato sentado, sin pensar en nada concreto, al menos aparentemente. Sin embargo, allá al fondo el tipo que de verdad realiza este trabajo por mí estaba ocupado diseñando su espacio y preparándose para volver a poner todas las máquinas en funcionamiento.
Al día siguiente, empecé —o empezó— a escribir esta historia. Tardé alrededor de un mes, y se resolvió con mayor facilidad que otras, siguiendo un desarrollo suave y natural a medida que avanzaba.
De vez en cuando, los cuentos y los bebés llegan al mundo casi sin dolores de parto, y es lo que sucedió con este. Motivado por el clima apocalíptico que lo envolvía, semejante a una novela que yo había escrito anteriormente, La niebla, encabecé cada capítulo de la misma manera anticuada, rococó. Salí de este cuento sintiéndome casi también como cuando entré en él, cosa que sucede en contadas ocasiones.
Soy un investigador holgazán, pero esta vez me esforcé en hacer mis deberes. Tres pilotos —Michael Russo, Frank Soares y Douglas Damon— me ayudaron a entender las cosas y a no cometer disparates. Cuando les prometí no romper nada, se pusieron a mi disposición. ¿Lo he hecho todo bien? Lo dudo. Eso no le sucedió ni siquiera al gran Daniel Defoe. En Robinson Crusoe, nuestro héroe se desnuda, nada hasta el barco del que ha escapado hace poco y, una vez allí, se llena los bolsillos de objetos que necesitará para sobrevivir en su isla desierta.
Por otro lado, tenemos el caso de aquella novela (cuyo título y autor omitiremos por misericordia) sobre el metro de Nueva York, en la que al parecer el autor confunde los cubículos de los conductores con lavabos públicos.
Para terminar, he aquí mi particular muestra de reconocimiento: agradezco a los señores Russo, Soares y Damon lo que entendí bien; me culpo a mí mismo por lo que entendí mal. Esta afirmación no es mera cortesía. Por lo general, los errores no se producen por haber recibido una información incorrecta, sino que son fruto de la incapacidad para plantear la pregunta adecuada. Es cierto que me he tomado una o dos libertades con el avión en el que se encuentran a punto de embarcar, pero no se trata más que de pequeñas licencias que parecían necesarias para el desarrollo del relato.
Bueno, ya está bien de hablar de mí. Suban a bordo.
Naveguemos por los cielos hostiles. ⬥
Referencias
King, S. (1990). “One Past Midnight. A Note On The Langoliers” en Four Past Midnight. Nueva York, Estados Unidos: Viking.