Columna escrita por Stephen King y publicada en Entertainment Weekly el 17 de septiembre de 2004. Traducción de Javier Martos.
Escribo estas palabras durante el vigesimoséptimo aniversario de la muerte de Elvis Presley, y aún puedo recordar lo impactante que fue llegar a casa y enterarme de que se había marchado para siempre. Que su muerte fuese natural lo hacía en cierto modo aún más chocante. No había muerto en un accidente de coche, como Eddie Cochran (o Marc Bolan de T. Rex, quien murió solo un mes después); ni en un accidente aéreo, como Buddy Holly, Ritchie Valens y Big Bopper. No fue por culpa del alcohol, porque el Rey rara vez bebía. Y las drogas involucradas no eran las que normalmente se asociaban a superestrellas psicodélicas como Janis Joplin y Jimi Hendrix.
No, nos dijeron que Elvis Aaron Presley había muerto de un ataque al corazón. Y, por Dios, solo tenía cuarenta y dos años. Para mí, que aún no había cumplido los treinta, las personas de cuarenta y dos me parecían ancianas. Sí, era posible que un cuarentón se muriese de un ataque al corazón, sobre todo uno que había luchado contra la obesidad (como le había pasado a Elvis, le gustara admitirlo o no). Pero, aun así, no paraba de preguntarme cómo era posible que el hombre que había levantado el mundo entero con su rebelión del rockabilly hubiera llegado al país de los infartos con apenas cuarenta años. Supongo que pensaba en él como en alguna clase de Peter Pan de la música, y no creo que haya sido el único. Además, existe una gran cantidad de evidencias que sugieren que él también pensaba igual. Incluso los rumores sobre sus problemas con las drogas ayudaban muy poco para poner su muerte en perspectiva, ya que sus malos hábitos —pastillas dietéticas y para dormir, tranquilizantes y estimulantes recetados— eran bastante mundanos. Podrían ser los vicios de cualquier solterón con demasiado dinero y tiempo en sus manos.
El duelo por Elvis Presley es algo memorable. Comenzó a mediados de 1977 y desde entonces no ha terminado. Esto puede deberse a que su fallecimiento constituye el primer trauma real de la generación de los baby boomers. Aquella muerte natural —un ataque al corazón en el baño después de un extenuante partido de ráquetbol— señalaba no solo un hecho incómodo para nosotros, los boomers, sino un par de ellos: si el Rey del Rock había llegado a los cuarenta, entonces nosotros también podíamos. Y si el Rey del Rock podía morir de un infarto (cuando, ¡uf!, ni siquiera fumaba y bebía), nosotros también éramos seleccionables. Su muerte era un golpe en la línea de flotación de nuestra juventud, y además nos susurraba una de las más desagradables verdades de la edad adulta: sí, tú también estás señalado. Si le puede pasar a él, le puede pasar a cualquiera.
Cinco años más tarde, John Belushi, la primera superestrella de la comedia de nuestra generación, murió a la edad de treinta y tres años. La suya fue una gran sobredosis, y quizá ahí encontramos un mínimo de consuelo, pero, aun así, él era uno de nosotros, un chico joven. Alguien que visitaba nuestras casas los sábados por la noche y los domingos por la mañana. Sin importar lo que Belushi hubiera hecho para ganarse aquel día una salida prematura del Chateau Marmont, se nos hizo difícil ver a sus amigos —tipos como Bill Murray y Dan Aykroyd— de pie alrededor de su tumba con el viento azotando sus abrigos negros y sus rostros inusualmente solemnes. Podíamos decir que Belushi era otro estúpido drogodependiente que pensaba que era demasiado famoso para morir. Pero el resto de los asistentes cuyos rostros conocíamos… Ellos eran otra cosa. Sí, estaban velando a Belushi, pero en realidad nos representaban a nosotros, una generación que aún no había terminado de aprender a lanzarse arroz cuando ya tenía que hacerse a la idea de los velos negros y los espejos cubiertos.
Nosotros, los boomers, hemos sido una generación bendecida, en términos generales, y nuestros famosos también lo han sido, pero desde la repentina partida de Elvis en el Tren del Misterio en agosto de 1977 (sí, Virginia, hasta los famosos dicen adiós), nos hemos enfrentado a más y más muertes de nuestra extensa familia de celebridades que tienen más o menos nuestra edad. George Harrison, por un lado; Rick James, por otro; y mi colega Warren Zevon, uno de los tipos más dulces que jamás haya existido, por otro.
Sin embargo, pensar en los famosos que han fallecido no tiene por qué ser un ejercicio de desolación desamparado, y no lo digo para evitar caer en depresión. Hay miles de opiniones distintas sobre lo que nos sucede cuando termina el espectáculo (mientras escribo esto estoy escuchando The Load Out de Jackson Browne), pero incluso a los más cínicos les gusta pensar que podría haber algo más allá; algo con lo que continuar. Y para las celebridades que han animado nuestras vidas, sabemos que así es. Para John Belushi, siempre quedará la interpretación del piloto de combate en 1941 y la parodia del samurái en el Saturday Night Live. De Warren Zevon siempre tendremos su canción Werewolves of London y Roland the Headless Thompson Gunner.
Para Elvis hay un más allá de un centenar de canciones, y la gente las escuchará mucho después de que nosotros nos hayamos ido. Las personas nacidas años después de su muerte harán una peregrinación a Memphis para poner flores en su tumba, y eso está bien. Esto no impide que desee que el muy estúpido hubiera dejado de tomar pastillas y sándwiches de plátano frito, pero bueno, el recuerdo y la peregrinación son la forma en que honramos a quienes nos han alegrado la vida y nos han hecho felices, y eso no es nada malo. ⬥
Referencias
King, S. (17 de septiembre de 2004). «Paint It Black» en Entertainment Weekly.