Por qué elegí a Batman
Introducción de Stephen King publicada originalmente en el cómic «Batman» núm. 400
Introducción escrita por Stephen King y publicada originalmente en Batman núm. 400 (octubre de 1986). Traducción de Sergio Pradera corregida por Óliver Mayorga.
Cuando era niño, había ciertas preguntas que se planteaban y eran terribles de responder… o al menos de airear, si encontrar una respuesta concluyente resultaba imposible.
Una de ellas era si creías que el juego sin hits de Don Larsen en las Series Mundiales era habilidad, destino o simplemente suerte.
Otra se refería a lo que había en el centro de las pelotas de golf. Todos sabíamos lo que había debajo de la superficie blanca de la pelota: miles de millones de gomas. Pero había algo más en el centro, un líquido que algunos creían que era el veneno más mortífero del mundo y para otros una sustancia tan corrosiva que casi inmediatamente te comía los dedos hasta el hueso, y aún para otros era una sustancia que explotaba si la dejabas caer sobre el pavimento caliente.
Estaba la cuestión de por qué todos los personajes de Disney llevaban guantes; de si existía o no un juego completo de las cartas coleccionables verdes de Davy Crockett (las rojas eran fáciles, pero las verdes eran extrañamente escasas); de si saldrías a China del revés excavando toda la tierra hasta llegar al otro lado…
Eran preguntas que te hacías y respondías después de estar demasiado cansado para nadar hasta la balsa y haberte desplomado en la playa, o cuando volvías a casa desde el campo de béisbol en el dulce atardecer de verano con los pies ardiendo dentro de las zapatillas, o antes de quedarte dormido en las acampadas.
Y una de ellas era siempre esta: ¿quién te gusta más, Superman o Batman?
Yo siempre elegía a Batman.
Supongo que algunos de mis amigos de la infancia ya no se acuerdan ni de los cómics ni de la pregunta, pero me alivia decir que nunca crecí del todo. Solo me crecieron más pelos en varias partes del cuerpo y un sentido de la responsabilidad en el corazón, y tengo amigos que hicieron lo mismo: amamos a nuestras esposas e hijos, nos dedicamos a nuestros trabajos, pero también seguimos leyendo cómics. Y yo sigo eligiendo a Batman.
Esto no quiere decir que no me gustara Superman; permitidme asegurarles a todos los que aúllan por mi sangre (incluyendo a los editores, escritores y entintadores que darían sus vidas, su honor y sus sagrados cheques para proteger la imagen y el buen nombre del Hombre de Acero) que me gustaba mucho. Era imposible no quererlo porque era un buen tipo (y, en contra de las creencias de algunos cascarrabias de entonces y de ahora, los niños sienten una atracción natural por los buenos tipos… gracias a Dios), porque tenía una variedad de enemigos muy atractiva con los que luchar (incluido ese pequeño duende de nombre impronunciable —excepto que todos solíamos pronunciarlo Mixtaplik— y para enviarlo de vuelta a la cuarta dimensión lo engañabas para que dijera Kilpatzim, o algo así), porque tenía grandes amigos (incluido Perry White, que era J. Jonah Jameson mucho antes de que el Lanzarredes hubiera pasado de los pañales a los pantalones de entrenamiento). Pero había algo en Superman que siempre me pareció un poco… A ver. No es decepcionante, no es lo que quiero decir, pero… espera, ya lo tengo. Predeterminado.
Era demasiado fuerte para mí, demasiado capaz, tal vez porque yo era un niño pequeño que llevaba gafas gruesas, o tal vez solo porque el concepto de invulnerabilidad le hacía parecer un héroe que tenía una ventaja injusta (ser bueno debería ser siempre más difícil que ser malo). Tomemos como ejemplo el superaliento. ¿Es justo poder devolver a Metrópolis a su sitio después de que Lex Luthor la haya enviado al Atlántico en aviones nucleares? Tal vez. Pero yo tuve algunos problemas con eso. Tenía su talón de Aquiles, por supuesto, pero era (al menos hasta que los editores empezaron a embrollar el asunto con la criptonita roja, la criptonita amarilla y, por lo que sé, la criptonita de color pistacho) uno muy pequeño.
Batman, sin embargo, era tan solo un hombre. Con dinero, sí. Fuerte, por supuesto. Inteligente, puedes apostarlo. Pero… no podía volar.
Creo que eso me decidió más que cualquier otra cosa. Recuerdo los anuncios de la primera película de Superman (¿recordáis la primera película de Superman, panda? Cuando el mundo era joven y los dinosaurios caminaban por la tierra), los que decían: «CREERÁS QUE UN HOMBRE PUEDE VOLAR». Bueno, yo no me lo creí. Ni en la película ni en los cómics (irónicamente, lo más cerca que estuve de creerlo fue en la serie de televisión). Pero cuando Batman se colaba en el escondite del Joker con una cuerda o impedía que el Pingüino dejara caer a Robin en un cubo de grasa de cerdo hirviendo con un buen lanzamiento de Batarang, lo creí. No eran cosas probables, lo reconozco, pero eran posibles. Podía creer en un Cruzado Encapuchado que se balanceaba en las cuerdas, lanzaba Batarangs con una precisión mortal y conducía como Richard Petty llevando a una mujer embarazada al hospital.
Era difícil creerse lo del superaliento, pero un tipo que guardaba un pequeño compuesto disolvente (para esas molestas cuerdas con las que los delincuentes siguen insistiendo en atarte) en un compartimento de su cinturón utilitario, una linterna de alta potencia en otro y un práctico anestésico de acción rápida en otro (Batman dormía a la gente con dardos tranquilizantes diez años antes de que se utilizaran realmente para sedar a personas y animales furiosos)… bueno, ese sí era mi tipo.
Aunque con el tiempo consiguió una revista propia, fue y sigue siendo con Detective Comics con lo que más asocio en mi mente a Batman. Realmente era un detective; con las características divinas y la aparente inmortalidad de los superhéroes, esos modernos dioses olímpicos le rechazaron, tuvo que ser un detective. No podía confiar en el superaliento para devolver a Gotham City a su lugar después de que se hubiera producido el crimen; tenía que atrapar al Acertijo o a quienquiera que fuera el villano antes de poder poner en marcha esos reactores nucleares. Como Sherlock Holmes, Batman observaba las pisadas que dejaban los ladrones; tomaba huellas dactilares; recogía pelos de la escena del crimen y tomaba declaraciones. Guardaba archivos —también como Holmes— sobre el modus operandi de varios criminales. Buscaba patrones, sabiendo —como todos los grandes detectives— que si podía encontrar un patrón, podía sorprender al criminal en su próximo paso. Batman vivía de su ingenio, se batía en duelo y desarmaba —a veces de forma brillante— a algunos de los mayores villanos jamás creados, frustrando todo tipo de robos de joyas y secuestros de perros. Y se las arregló para vivir otra vida al mismo tiempo, la de Bruce Wayne, prominente celebridad. Recaudó dinero, en los años sesenta aumentó su conciencia, e incluso crio a un pupilo, Dick Grayson.
Ah, y otra cosa. Tal vez la verdadera razón por la que Batman me atraía más que el otro tipo.
Había algo siniestro en él.
Así es. Me has oído bien.
Siniestro.
Como La Sombra y The Moon Man de los pulps, como un vampiro (pero no como una virgen, nunca pensé eso, panda). Batman era una criatura de la noche.
Sí, de vez en cuando se le veía luchando contra el crimen durante el día, pero la mayoría de las veces era una figura entre sombras o un hombre con expresión sombría que se colaba por una ventana a alguna hora de la madrugada, con su capa flotando a su alrededor como una gran sombra. En esas viñetas de Batman, casi siempre se veía una especie de miedo atroz en los rostros de los matones a los que estaba a punto de tirar por el retrete, y siempre tuve una fuerte sensación de identidad con esas expresiones. Sí, pensé (y sigo pensando), sentado bajo un árbol en nuestro patio trasero, o tal vez en la bañera, o en el retrete (o, de niño, bajo las sábanas con una linterna): «Sí, eso es, deberían parecer asustados. Seguro que me asustaría si algo así irrumpiera en mi casa. Me asustaría aunque no estuviera haciendo nada malo».
La noche era su momento; las sombras eran su lugar; como el murciélago del que tomó su nombre, veía con las manos, los pies y los oídos. Como Bruce Wayne, era alegre, insistente, lleno de savoir faire y bonhomía, un tipo al que se le imagina fácilmente frente al fuego en su biblioteca con una copa de brandi y un bol de Cheez Doodles a mano. Pero cuando la Batseñal flotaba contra uno de los rascacielos de Gotham (o quizás contra la parte inferior de una conveniente nube que pasaba), una criatura sombría y sin sonrisa salía de la Batcueva. Podías dispararle y sangraría… podías darle un buen golpe en la cabeza y se replegaría (al menos durante un tiempo)… pero nunca… nunca podrías detenerlo.
Desde la cancelación de la desagradablemente cursi serie de televisión Batman hasta 1982 más o menos, Batman vivía en un mundo de sombras no solo como personaje sino como publicación de ficción. Hubo un tiempo, no me importa decirlo, en el que recuerdo explorar los quioscos con cuidado (y un poco de ansiedad) a mediados de cada mes, seguro de que el Cruzado de la Capa se había ido, un personaje que simplemente se había deslizado a ese tranquilo salón de la oscuridad donde creaciones tan grandes como J’onn J’onzz, Manhunter de Marte; Plastic Man; The Blackhawks; Captain Marvel; y Turok, Son of Stone se habían ido antes que él.
Parece que me equivoqué al preocuparme.
Es difícil abatir a un murciélago.
Durante los últimos cuatro años, más o menos, una de estas dos cosas ha sucedido: o bien nuevos fans se han interesado en las hazañas de Batman, o bien algunos de los antiguos han vuelto silenciosamente. En cualquier caso, la explosión de publicidad y las triunfantes ventas de The Dark Knight Returns, probablemente la mejor obra de arte del cómic jamás publicada en una edición popular, parecen haber asegurado el éxito continuado de Batman. Para mí, eso es un gran alivio y un gran placer.
Me gustaría felicitar al Cruzado de la Capa por su larga y valiente trayectoria, agradecerle las horas de placer que me ha proporcionado y desearle muchos años más de heroicidad en la lucha contra el crimen.
A por ellos, Grandote. Que tu Batseñal nunca falle, que tu Batmóvil nunca se quede sin energía, que tu cinturón de herramientas nunca se quede fatalmente desabastecido en el peor momento.
Y por favor, nunca atravieses mi tragaluz en medio de la noche. Probablemente me asustarías hasta provocarme una hemorragia cerebral… y además, Grandote, estoy de tu lado. Siempre lo estuve.
Stephen King, 1986
Referencias
CÓMICS
King, S. (1986). Batman núm. 400. Nueva York, Estados Unidos: DC Comics.