Recordando a John
Stephen King dedicó este panegírico al ex-Beatle John Lennon días después de su asesinato, el 8 de diciembre de 1980
Artículo escrito por Stephen King y publicado originalmente en Bangor Daily News en diciembre de 1980. Traducción de Óliver Mayorga.
Tras la ruptura en 1970, no fue el primer ex-Beatle que tuvo éxito de crítica como artista en solitario. Ese fue George con el triple álbum All Things Must Pass. Tampoco fue el ex-Beatle guapo; ese, por supuesto, era Paul. No fue el ex-Beatle estrella de cine, como Ringo. Pero, de alguna manera, John, para mí, fue el único ex-Beatle que realmente importaba. Los álbumes que grabó tras la ruptura de la banda no tenían el sonido dulce y casi aterciopelado de Paul McCartney; en temas como Mother y God, las voces eran agónicas, duras, hasta el punto de sonar siempre como si estuvieran a punto de quebrarse. El Venus and Mars/Rock Show de McCartney vendió más de un millón de copias, pero fue la voz de Lennon la que catalizó mi mente y mis emociones, pidiéndome —de alguna manera— que le prestara atención. «Mamá, no te vayas; papá, vuelve a casa», decía, casi gritando las palabras. Y cuando dijo: «No creo en los Beatles», algo en esa voz sugería que ya no era posible para él.
Pero Lennon no solo sufría. De haber sido así, sin duda habría sido un triste cantante de rock ‘n’ roll. También estaba el extravagante optimismo de Instant Karma! (We All Shine On), el ácido mordisco de The Ballad of John and Yoko, la tranquila pero en cierto modo triste Mind Games, y su canción navideña, Happy Xmas (War Is Over), probablemente la mejor grabación realizada durante lo que a Casey Kasem le gusta llamar «la era del rock».
Más que las canciones, fue su carácter —el encanto de Lennon— lo que logró superar incluso la controversia desencadenada por el comentario desprejuiciado de que los Beatles eran ahora «más famosos que Jesús», con la consiguiente reacción de los fundamentalistas que empezaron a quemar discos.
«Era el único componente de rock and roll verdadero de los Beatles», dice John Marshall, de la WLBZ. «No se desvió de los principios del rock, y nunca perdió su admiración por los sonidos al estilo de Sun Records o Gene Vincent y sus Blue Caps. Le amaba por eso».
El penúltimo álbum de Lennon (excluyendo la antología Shaved Fish), publicado hace unos cinco años, fue su intento de recrear el sonido de los primeros discos de Sun, en toda su esencia, con ese eco seco y transmitiendo pura energía. La versión del himno Stand By Me de ese álbum es uno de los mejores temas de rhythm and blues jamás grabados, y otros temas del álbum transmiten casi las mismas emociones: la energía vigorizante de Rip It Up/Ready Teddy; la reinterpretación mística de You Can’t Catch Me de Chuck Berry, mitad canción y mitad oración; el suave poder del blues de Bring It On Home To Me.
Sus versiones no eran meros remakes: constituían nuevos clásicos en sí mismos, nuevos porque, para John Lennon, eran nuevos. Pero esto no era nuevo para quien había crecido con los Beatles, como yo. Ya estaba allí, presente en canciones como Dizzy, Miss Lizzy y en la interpretación totalmente boogie de Twist and Shout.
El tipo saltaba, cantando tan fuerte que las venas se le marcaban en la frente.
A medida que la historia de los Beatles llegaba a su fin, era McCartney quien parecía acaparar cada vez más el protagonismo; su voz era fácilmente reconocible y había quedado impresa en una serie de baladas y canciones inolvidables, como Yesterday, Hey Jude y Let It Be. El rostro barbudo de Paul parecía llenar la pantalla de su película Let It Be durante largos (e innecesariamente aburridos, han dicho algunos) periodos de tiempo.
Pero hacia el final de la película, casi por capricho, los Beatles se suben a la azotea de su estudio de grabación para dar un concierto improvisado que resuena en casi todo Londres, y en cuanto la banda empieza a tocar en directo, de repente se convierte en el espectáculo de John, solo de John. Y parece aún más exagerado con ese gigantesco abrigo de piel, cantando con toda su alma. Sonríe con alegría, con esa extraña sonrisa que nos dice «a la mierda, no se puede tocar más rápido», puedes ver todo lo que es el rock and roll y por lo que murieron personas como Janis Joplin y Jimi Hendrix; lo que hace que los simples fans como yo vivan por todo ello, hasta el punto de que el primer gesto espontáneo que haces después de arrancar el coche es encender la radio y machacar los botones hasta que encuentras algo que te hace estallar; sí, algo que se mueve de esa manera y habla ese idioma, algo como John dirigiendo a su banda en ese maravilloso concierto en la azotea que cierra las secuencias de Let It Be.
Cuando la banda termina de tocar Get Back en ese miniconcierto, Lennon concluye diciendo: «Espero que hayamos pasado la prueba». Lo has hecho genial, John.
Mi primera gran experiencia con el rock and roll, según recuerdo, fue cuando recibí por mi cumpleaños un disco de 78 r.p.m. de Elvis Presley cantando Don’t Be Cruel. Escuché el ritmo sincopado, la percusión, la interpretación casi sollozante de Elvis cantando esas letras ingenuas («No seas cruel con un corazón verdadero») y de repente me di cuenta de que había encontrado algo que era mío, que sería mío toda la vida. Parecía como si alguien hubiera descubierto los ritmos de mis ondas cerebrales y los hubiera impreso en los surcos de aquel disco con forma de frisbi de RCA Victor.
Parte de esa magia se había perdido a principios de los años sesenta, pero fueron los Beatles quienes la trajeron de vuelta. Y quizás fue John, sobre todo, cantando I Want to Hold Your Hand junto a Paul lo que la hizo volver con más fuerza… Esa canción, oh, sí, y su aparición en el programa de Ed Sullivan en 1964.
Un amigo mío, Phil Thompson, me dijo una vez: «Estaba viendo el programa con la que entonces era mi novia del instituto. Ella y yo estábamos sentados en el suelo, y mis padres estaban detrás de nosotros en el sofá. Y entonces, cuando empezaron a sonar los Beatles, sentí como si surgiera una grieta entre la gente que estaba sentada en el suelo y la que estaba sentada en el sofá. Lo sentí. Y me giré para mirar a mis padres y fue como decir adiós para siempre. Ese fue el comienzo de la beatlemanía para mí».
Bueno, ahora John está muerto. Y hay una novedad en este país —probablemente la primera novedad real bajo el sol desde los tiempos de Salomón—: parece que a la gente de aquí le gusta alimentarse de los cuerpos de aquellos que nos han dado el mayor placer y algunos de nuestros más gratos recuerdos. Primero los idolatramos y luego nos los comemos.
El hombre que apretó el gatillo, tras posar con la clásica pose de tirador que se ve en miles de películas violentas y programas de televisión, tiene esa mirada agradablemente insultante de tantos asesinos reales o potenciales que nos han conmocionado con actos de violencia repentinos y sin sentido. La cara de Mark Chapman es la cara de Charles Whitman, la cara de Arthur Bremer, la cara de Lee Harvey Oswald comiendo pollo para llevar y limpiándose los dedos en la camisa mientras esperaba su oportunidad de matar al presidente con un rifle comprado por correo.
El hombre que mató a John le hizo firmar un álbum y luego esperó en el vestíbulo del edificio Dakota en Nueva York; después apretó el gatillo, una y otra vez, y John Lennon cayó muerto. Nada serio, uno estaría tentado a decir: eso es lo que sucede en Estados Unidos la mayor parte del tiempo. Parece que se nos da bien.
Lennon era un cínico, un poeta, un sarcástico hijo de puta, una figura pública, un hombre con su propia vida privada. Tuvo un hijo que, maldita sea, acaba de llegar a la edad de entender lo que le pasó a su padre. Tenía una esposa, que tendrá que sobrellevar este brutal y repentino final lo mejor que pueda. Y tenía fans, como yo, que el 9 de diciembre, un martes por la mañana, leyeron el periódico y se derrumbaron de golpe, incapaces —al principio— de creer lo que estaban leyendo… y luego, horrorosamente, demasiado capaces de creerlo.
Todas las mañanas doy un paseo después de que los niños se hayan ido al colegio, y esta mañana he caminado hasta Viners, que todavía no estaba abierto. Así que me tomé una taza de té y una magdalena en Braley’s Lunch y esperé hasta las nueve. Luego crucé la calle —me escabullí por la calle, en realidad, sintiéndome como una especie de fantasma— y compré una gigantesca colección de discos de los Beatles que me costó casi doscientos putos dólares. Y me pasé el resto del día escuchándolo, oyendo la voz de John, tan viva en esos espacios mágicos entre los surcos.
Y al final decidí que tal vez no estaba muerto del todo; no, no más que Gene Vincent, o Sam Cooke, o Elvis, o Janis, o Jim Morrison, o Frankie Lymon, o Bobby Fuller, o cualquiera de los otros tipos, los tipos que no hicieron trampa cuando llegó el momento. Decidí que tal vez nunca se bajó de la azotea al final de Let It Be, si sabes a lo que me refiero.
Era un cínico, un poeta, un personaje público, un compositor, un cantante. Pero el Lennon que aún vive en esos surcos es un roquero, y quizá eso es lo que más me importa. Nadie puede disparar a ese John Lennon; ese John Lennon roquea demasiado fuerte y se mueve demasiado rápido.
Así que sigue roqueando, John. Quédate en esa azotea, donde estabas a salvo, y sigue roqueando. ⬥
Referencias
King, S. (13-14 de diciembre de 1980). «Remembering John» en Bangor Daily News.
Spignesi, Stephen J. (1998). The Lost Work of Stephen King: A Guide to Unpublished Manuscripts, Story Fragments, Alternative Versions, and Oddities. Estados Unidos: Birch Lane Press.