«Rose Red»: construyendo una casa embrujada
Cómo Stephen King y Steven Spielberg se unieron para crear la historia de casas encantadas más terrorífica de todos los tiempos
Artículo escrito por Stephen King y publicado originalmente en TV Guide en enero de 2002. Traducción de Javier Martos.
En la introducción de una de mis colecciones de relatos (Pesadillas y alucinaciones) contaba que de pequeño me fascinaban las monstruosidades y los sucesos extraños que aparecían en Ripley’s Believe It or Not!, una publicación de los años cincuenta y sesenta en formato de periódico gráfico. En Ripley, el investigador descubría vacas con dos cabezas, prisioneros que construían bombas raspando el celuloide del reverso de los naipes, perros que sabían sumar, tipos que vivían sorprendentemente hasta los ciento veinte años, y cotorras que podían recitar la Declaración de Independencia. (Bah, esto último también podía hacerlo yo).
Nunca pude olvidar la historia de la Mansión Winchester en San José, California. ¿Sería cierta? No lo sé. La credibilidad de Believe It or Not! no era algo que preocupara demasiado a la Comisión de Seguridad del Consumidor. Pero aquella era una de esas historias que si no eran verdad, por Dios, ¡deberían serlo!
De acuerdo con Believe It or Not!, Oliver Winchester, inventor del famoso rifle de repetición que se expandió por todo el Oeste, tenía una nuera muy creyente de lo esotérico. En una sesión de espiritismo, Sarah Winchester le preguntó a una médium: «¿Cuándo moriré?».
En vez de dar una respuesta evasiva del tipo «Lo que sea, será», la médium fue concreta: «Cuando tu casa esté acabada». Madame Winchester determinó en ese momento que la casa nunca se acabaría, de modo que durante el resto de su larga vida —murió a los ochenta y dos años— continuó agregándole habitaciones, pasillos y alas. (Mientras preparábamos la producción de Rose Red, nos planteamos aquella casa como una posible localización, pero a pesar nuestro, muchas de las habitaciones eran demasiado pequeñas para permitirnos algún tipo de filmación creativa).
En algún momento, años después de leer aquel fascinante bocatto di cardinale, se me ocurrió que podría escribirse una buena novela con la idea de la mansión sin fin. «Supongamos —pensé— que en un momento dado la casa toma el poder… y empieza a construirse a sí misma». Me encantaba la idea de una casa que en cierto modo fuera más grande por dentro que por fuera. (Para otro prisma de esta misma idea, leed La casa de hojas de Mark Z. Danielewski, una historia bizarra pero que invita a la lectura de manera compulsiva).
Estaba dándole vueltas a la idea —no tenía ninguna historia, ni personajes, pero sí un maravilloso escenario— cuando Steven Spielberg me llamó. Ya habíamos intentado trabajar juntos un par de veces antes, pero por problemas de agenda y cables cruzados no había sido posible. En esta ocasión, él estaba empeñado en llevarlo a cabo, y yo estaba igual de dispuesto.
Lo que ocurre con Steven es que es un tipo ansioso, entusiasta. Recuerdo que le hice una visita con mi hijo menor, Owen, a mediados de los ochenta, en las oficinas de Amblin que había en los estudios Universal. Owen tenía unos siete u ocho años y le encantaba E.T. Steven quería regalarle un reloj de la película, pero el que tenía estaba estropeado. La cara de Owen fue todo un poema cuando se dio cuenta de que la bicicleta con E.T. en la canasta no podía volar sobre la luna, como se suponía que debía hacer.
Steven quería involucrarse en este proyecto y hablamos sobre del tema. El flujo de ideas concretas —para las secuencias de la película— fluía sin parar. Al cabo de un rato, casi sin mirar lo que estaba haciendo, reparó en que el reloj que tenía para Owen no funcionaba porque tenía las pilas del revés. Las colocó correctamente y Owen alucinó. Y yo también. Su delicadeza con mi hijo hizo que me convirtiera en un fan de aquel hombre.
En cualquier caso, Steven quería hacer una película de terror sobre una casa embrujada, pero no cualquier película, sino la más aterradora jamás realizada. Me preguntó si tenía alguna idea. Me acordé de mi mansión embrujada (que en mi cabeza ya se llamaba Rose Red) y le mencioné que, si me daba unos días, podría plantearle una propuesta. Quizá podría pergeñar alguna cosa. Una tumba con vista panorámica, por así decirlo, je, je, je.
Como Steven había mencionado varias veces durante nuestra conversación la novela La maldición de Hill House de Shirley Jackson —irónicamente, el remake de 1999 titulado La guarida fue la película que finalmente acabaría produciendo—, la idea que le propuse se basaba en eso. La brillante novela de Jackson trata de una profesora interesada en lo paranormal que reúne a un grupo de psíquicos para investigar una casa embrujada. Empecé con ese concepto, pero luego lo modifiqué un poco, haciendo que mi profesora fuera una mujer especializada en esos asuntos, y no una persona corriente con una mera afición; una suerte de capitán Ahab en busca de un suceso que confirmara los fenómenos paranormales, tal como el capitán de Melville buscaba a la ballena blanca que le había destrozado la pierna.
La máxima de Jackson consistía en que los fantasmas eran jóvenes con mentes perturbadas. Es una idea legítima y atrevida, pero yo quería que Rose Red tratara de una casa genuinamente encantada. Consideraba que un lugar como ese necesitaba con desesperación una gran cantidad de energía humana después de estar tanto tiempo deshabitada. ¿Para qué? Para alimentar su insaciable deseo de crecer. La casa se había convertido, en mi cabeza, en una monstruosa entidad viviente. El equipo de psíquicos accede a la casa asumiendo que es una «célula muerta». Joyce Reardon, la cada vez más desquiciada directora, lo sabe mejor que nadie. Ella sabe que la casa solo está dormida. Quiere despertarla, y eso implicará algunas consecuencias.
A Steven le gustó la idea, así que escribí un guion, pero el segundo borrador se hizo demasiado largo. ¿Debo culpar a Steven Spielberg por eso, o darle crédito? ¿Por qué no ambas cosas?
El proceso de escritura fue un proceso infernal a contrarreloj hasta que el guion quedó terminado. Steven aparecía constantemente con ideas frescas para nuevas secuencias y nuevos giros argumentales. En cierto modo, habría preferido que alguna de esas ideas no fueran buenas, pero parecía que cada una de ellas era más brillante que la anterior. (Fue idea suya que los exploradores psíquicos comenzaran a oír sonidos de martillos y sierras a medida que la casa comenzaba literalmente a construirse). Al final, el guion se hizo larguísimo, y ambos lo sabíamos.
Y pasó el tiempo. Si este texto fuera una película, sería el momento donde las páginas de un calendario vuelan como por arte de magia. En la mesa de Steven había otras ideas para otras películas y yo tenía que acabar un libro que había prometido a algún editor. El problema de tener a dos personas como nosotros trabajando juntos era que siempre había un libro parado por culpa de una producción cinematográfica y viceversa.
Transcurrieron los años. Para entonces, se habían adaptado mis novelas Apocalipsis (1994) y El resplandor (1997) para la ABC, y a continuación había llevado a cabo un proyecto totalmente original, La tormenta del siglo, también para la misma cadena. Disfruté más con Tormenta que con la adaptación de mis obras ya publicadas, porque era como escribir una novela nueva pero en un formato distinto. La ABC se mostraba totalmente abierta a intentar cosas nuevas dentro del contexto de las miniseries. Cuando les planteé escribir una historia nueva para la televisión, enseguida «captaron» la idea.
Cuando quise hacer otra miniserie original, la ABC también quiso. Entonces me acordé de Rose Red. Por alguna razón, en un primer momento la había concebido como una novela grande, extensa y terrorífica. Siempre quise que fuera más larga que un guion cinematográfico. Uno de los motivos por lo que no le dieron luz verde para hacer una película es que era una historia muy densa, y las películas de terror son por lo general bastante cortas, centrándose más en los efectos aterradores que en los miedos internos de los personajes.
A pesar de que haría falta un presupuesto un tanto elevado tanto para los escenarios como para los efectos especiales, la ABC tragó saliva, se ajustó el cinturón y dio el visto bueno. Grabamos una miniserie que, en mi opinión, cumple con la ambición original de Spielberg: crear la historia de casas encantadas más terrorífica de todos los tiempos.
Si os ha gustado, dadle las gracias a Steven.
Si estabais demasiado asustados para ver los últimos treinta minutos, y tuvisteis que cambiar al programa del doctor Wimpy, culpen al Stephen que os habla. ⬥
Referencias
King, S. (26 de enero - 1 de febrero de 2002). «Stephen King’s Rose Red» en TV Guide.