Sobre tener diecinueve años (y unas cuantas cosas más)
Introducción de Stephen King para «La torre oscura: el pistolero»
Introducción escrita por Stephen King, y publicada originalmente en enero de 2003 en la reedición de El pistolero. Traducción de José R. Montejano.
Los hobbits eran algo grande cuando yo tenía diecinueve años (un número de cierta importancia en las historias que estás a punto de leer).
Probablemente había media docena de Merrys y Pippins arrastrándose por el barro en la granja de Max Yasgur durante el Gran Festival de Música de Woodstock, el doble de Frodos y un sinfín de Gandalfs hippies. El señor de los anillos, de J. R. R. Tolkien, era muy popular en aquella época, y aunque nunca llegué a ir a Woodstock (lo siento), supongo que al menos yo era medio hippie. Lo suficiente como para leer los libros y enamorarme de ellos. Los libros de La torre oscura, como la mayoría de los relatos fantásticos escritos por hombres y mujeres de mi generación (Las crónicas de Thomas Covenant, de Stephen Donaldson, y La espada de Shannara, de Terry Brooks, son solo dos de muchos) nacieron de Tolkien.
Pero, aunque leí los libros en 1966 y 1967, me abstuve de escribir. Respondí (y con una sinceridad bastante conmovedora) al alcance de la imaginación de Tolkien, a la ambición de su obra, pero deseaba escribir mi propio tipo de historia, y si hubiera empezado entonces, habría escrito la suya. Eso, como le gustaba decir al difunto Tricky Dick Nixon, habría sido un error. Gracias a Tolkien, el siglo XX tuvo todos los elfos y magos que necesitaba.
En 1967, no tenía ni idea de cuál podría ser mi tipo de historia, pero eso no importaba; estaba seguro de que la reconocería cuando se me cruzara por la calle. Tenía diecinueve años y era arrogante. Desde luego, lo suficientemente arrogante como para sentir que podía esperar un poco a mi musa y a mi obra maestra (como estaba seguro de que sería). A los diecinueve, me parece, uno tiene derecho a ser arrogante; el tiempo no suele haber comenzado sus sigilosas y podridas sustracciones. Te arrebata el pelo y la garra, según una canción country popular1, pero en realidad te quita mucho más que eso. Yo no lo sabía en 1966 ni en el 67, y si lo hubiera sabido, no me habría importado. Podía imaginarme —apenas— tener cuarenta años, pero ¿cincuenta? No. ¿Sesenta? Jamás. Sesenta era imposible. Con diecinueve así es como hay que ser. Los diecinueve son la edad en la que dices: «Cuidado, mundo, estoy fumando TNT y bebiendo dinamita, así que, si sabes lo que te conviene, apártate de mi camino… Ahí viene Stevie».
Los diecinueve pertenecen a ese periodo de egoísmo en el que las preocupaciones están muy circunscritas. Yo poseía mucho potencial, y eso me importaba. Era muy ambicioso y eso me gustaba. Tenía una máquina de escribir que llevaba de un apartamento de mala muerte a otro, siempre con un paquete de cigarrillos en el bolsillo y una sonrisa en la cara. Los compromisos de la mediana edad quedaban lejos, los insultos de la vejez en el horizonte. Como el protagonista de esa canción de Bob Seger que ahora usan para vender los camiones, me sentía infinitamente poderoso e infinitamente optimista; mis bolsillos estaban vacíos, pero mi cabeza estaba llena de cosas que quería decir y mi corazón estaba lleno de historias que quería contar. Ahora suena cursi, pero entonces me sentía de maravilla. Me sentía muy bien. Más que ninguna otra cosa quería entrar en las entrañas de mis lectores, quería desgarrarlos, embrujarlos y cambiarlos para siempre con nada más que historias. Y sentía que podía hacerlo. Sentía que había sido concebido para hacer esas cosas.
¿Cómo de engreído suena eso? ¿Mucho o poco? De cualquier manera, no me disculpo. Tenía diecinueve años. No había ni un mechón de canas en mi barba. Contaba con tres pares de vaqueros, un par de botas, la idea de que el mundo era mi ostra, y nada de lo que ocurrió en los veinte años siguientes me demostró lo contrario. Luego, a la edad de los treinta y nueve años, llegaron mis problemas: la bebida, las drogas, un accidente de tráfico que cambió mi forma de andar (entre otros). He escrito largo y tendido sobre ello y no hace falta que lo haga aquí. Además, a ti te pasa lo mismo, ¿no? El mundo acaba enviando a un malvado patrullero para frenar tu avance y enseñarte quién manda. Tú, que lees esto, seguro que has conocido al tuyo (o lo conocerás); yo conocí al mío, y estoy seguro de que volverá. Tiene mi dirección. Es un tipo malo, un teniente malo, el enemigo jurado de la tontería, la jodienda, el orgullo, la ambición, la música alta y todas esas cosas de los diecinueve.
Pero sigo pensando que es una edad muy buena. Quizá la mejor edad. Puedes pasarte toda la noche tocando rock and roll, pero cuando la música se apaga y se pasa el efecto de la cerveza, eres capaz de pensar. Y soñar grandes sueños. El malvado patrullero acaba por reducirte, y si empiezas siendo pequeño, cuando acaba contigo no te queda más que los dobladillos de los pantalones. «¡Tengo a otro!», grita, y sigue a grandes zancadas con su libro de citaciones en la mano. Así que un poco de arrogancia (o incluso mucha) no es tan malo, aunque tu madre sin duda te dijo lo contrario. La mía me lo dijo. El orgullo precede a la caída, Stephen, decía ella… y entonces descubrí —justo alrededor de la edad que es 19 × 2— que al final te caes, de todos modos. O te empujan a la cuneta. A los diecinueve años pueden sacarte una tarjeta en el bar y decirte que te vayas a tomar por culo, que vuelvas a la calle con tu lamentable actuación (y tu lamentable culo), pero no pueden sacarte una tarjeta cuando te sientas a pintar un cuadro, escribir un poema o contar una historia, por Dios, y si estás leyendo esto y eres muy joven, no dejes que tus mayores y supuestos superiores te digan lo contrario. Claro, nunca has estado en París. No, nunca corriste con los toros en Pamplona. Sí, eres un meapilas que no tenía pelos en los sobacos hasta hace tres años, pero ¿y qué? Si no empiezas siendo demasiado grande para tus pantalones, ¿cómo vas a llenarlos cuando crezcas? Déjate llevar sin reparar en lo que te digan, esa es mi idea; siéntate y fúmate ese pitillo.
2
Pienso que hay dos clases de novelistas, y eso incluye al tipo de autor novel que yo era en 1970. Los que se inclinan por el lado más literario o «serio» del oficio examinan todos los temas posibles a la luz de esta pregunta: ¿qué significaría para mí escribir este tipo de historia? Aquellos cuyo destino (o ka, si se prefiere) incluye la escritura de novelas populares suelen plantearse una pregunta muy diferente: ¿qué significaría para los demás escribir este tipo de historia? El novelista «serio» busca respuestas y claves para sí mismo; el novelista «popular» busca audiencia. Ambos tipos de escritores son igual de egoístas. He conocido a muchos, y seguiré clasificándolos.
De todos modos, creo que incluso a los diecinueve años reconocí la historia de Frodo y sus esfuerzos por librarse del Gran Anillo Único como perteneciente al segundo grupo. Eran las aventuras de una banda de peregrinos esencialmente británicos con un trasfondo de mitología vagamente nórdica. Me gustaba la idea de la búsqueda —me encantaba, de hecho—, pero no tenía ningún interés ni en los robustos personajes campesinos de Tolkien (eso no quiere decir que no me gustaran, porque lo hacían) ni en sus boscosos escenarios escandinavos. Si hubiese intentado ir en esa dirección, lo habría hecho todo mal.
Así que esperé. En 1970 ya tenía veintidós años y las primeras canas habían aparecido en mi barba (creo que fumar dos paquetes y medio de Pall Mall al día probablemente tuvo algo que ver), pero incluso a los veintidós uno puede permitirse esperar. A los veintidós, el tiempo sigue estando de nuestro lado, aunque incluso entonces ese viejo y malvado patrullero está en el vecindario y hace preguntas.
Entonces, en un cine casi completamente vacío (el Bijou, en Bangor, Maine, por si sirve de algo), vi una película dirigida por Sergio Leone. Se llamaba El bueno, el feo y el malo, y antes de que la película llegara a la mitad, me di cuenta de que lo que yo quería escribir era una novela que contuviera el sentido de la búsqueda y la magia de Tolkien, pero con la majestuosidad casi absurda del Oeste de Leone como telón de fondo. Si solo has visto este wéstern gonzo en la pantalla de tu televisor, no entiendes de lo que estoy hablando —perdón, pero es verdad—. En una pantalla de cine, proyectada a través de las lentes Panavision correctas, El bueno, el feo y el malo es una epopeya que rivaliza con Ben-Hur. Clint Eastwood parece medir unos cinco metros, y cada mechón de barba incipiente en sus mejillas parece del tamaño de una secuoya joven. Los surcos que rodean la boca de Lee Van Cleef son tan profundos como cañones, y en el fondo de cada uno de ellos podría haber una raedura (véase Mago y Cristal). Los escenarios desérticos parecen extenderse al menos hasta la órbita del planeta Neptuno. Y el cañón de cada arma parece ser más o menos tan grande como el túnel Holland.
Lo que yo quería, incluso más que el escenario, era esa sensación de tamaño épico y apocalíptico. El hecho de que Leone no supiera una mierda de geografía americana (según uno de los personajes, Chicago está en algún lugar cerca de Phoenix, Arizona) contribuyó a la sensación de magnífica dislocación de la película. Y en mi entusiasmo —del tipo que solo una persona joven puede reunir, creo— quería escribir no sólo un libro largo, sino la novela popular más larga de la historia. No lo conseguí, pero creo que tuve un buen arranque; La torre oscura, volúmenes del uno al siete, constituyen en realidad un único relato, y los cuatro primeros volúmenes tienen algo más de dos mil páginas en edición de bolsillo. Los tres últimos volúmenes tienen otras dos mil quinientas en manuscrito. No pretendo insinuar que la extensión tenga nada que ver con la calidad; sólo digo que quería escribir una epopeya y, en cierto modo, lo he conseguido. Si me preguntaran por qué quería hacerlo, no sabría decírselo. Tal vez sea parte de crecer en Estados Unidos: construir lo más alto, cavar lo más profundo, escribir lo más largo. ¿Y esa perplejidad cuando surge la cuestión de la motivación? Me parece que eso también forma parte de ser estadounidense. Al final nos limitamos a decir: «Parecía una buena idea en aquel momento».
3
Otra cosa sobre tener diecinueve años: creo que es la edad en la que muchos de nosotros nos quedamos estancados (mental y emocionalmente, si no físicamente). Los años pasan y un día te encuentras mirándote al espejo con verdadera perplejidad. ¿Por qué tengo esas arrugas en la cara? ¿De dónde ha salido esa estúpida barriga? Diablos, ¡sólo tengo diecinueve años! No se trata de un concepto original, pero no por ello deja de sorprender.
El tiempo te pone canas en la barba, el tiempo te quita la garra, y todo el tiempo estás pensando —tonto de ti— que todavía está de tu lado. Tu lado lógico sabe que no es así, pero tu corazón se niega a creerlo. Si tienes suerte, el patrullero que te multa por ir muy deprisa y divertirte demasiado también te da una ración de sales aromáticas. Eso fue más o menos lo que me pasó a mí a finales del siglo XX. Llegó en forma de una furgoneta Plymouth que me tiró a la cuneta junto a una carretera de mi ciudad natal.
Unos tres años después de aquel accidente, firmé ejemplares del libro From a Buick 8 en una tienda Borders de Dearborn, Michigan. Un chico se puso al principio de la cola y me dijo que se alegraba mucho de que siguiera vivo. (Me lo dicen a menudo, y es mejor que el «¿por qué demonios no te has muerto?»).
«Estaba con un buen amigo cuando nos enteramos de que te habían dado», dijo. «Tío, empezamos a sacudir la cabeza y a decir: “Ahí va la Torre, se está inclinando, se está cayendo, aaah, mierda, ahora nunca la terminará”».
Se me había ocurrido una versión de la misma idea: la inquietante convicción de que, habiendo construido la Torre Oscura en la imaginación colectiva de un millón de lectores, tenía la responsabilidad de mantenerla a salvo durante todo el tiempo que la gente quisiera leer sobre ella. Podría ser solo durante cinco años; por lo que sé, podrían ser quinientos. Las historias de fantasía, tanto las malas como las buenas (incluso ahora, es probable que alguien esté leyendo Varney el vampiro o El monje), parecen tener una larga vida útil. La forma que tiene Roland de proteger la Torre es intentar eliminar la amenaza que se cierne sobre las haces que la sostienen. Tendría que lograr, tras mi accidente me percaté de ello, terminar la historia del pistolero.
Durante las largas pausas entre la escritura y la publicación de los cuatro primeros libros de La torre oscura recibí cientos de cartas de «haz las maletas, nos vamos a un viaje de culpabilidad». En 1998 (cuando tenía la impresión errónea de que aún tenía diecinueve años), recibí una de una abuela de 82 años que decía: «No quiero molestarte con mis problemas, pero últimamente estoy muy enferma». La señora me dijo que probablemente solo le quedaba un año de vida («14 meses, cáncer en todo el cuerpo»), y aunque no esperaba que terminara el cuento de Roland en ese tiempo solo para ella, quería saber si no podía por favor (por favor) contarle cómo habría sido. La frase que me desgarró el corazón (aunque no lo suficiente como para empezar a escribir de nuevo) fue su promesa de «no contárselo a nadie». Un año después —probablemente tras el accidente que me llevó al hospital—, Una de mis asistentes, Marsha DiFilippo, recibió una carta de un condenado a muerte en Texas o Florida, deseando saber cómo terminaría (prometía llevarse el secreto a la tumba, lo que me hizo sentir un escalofrío).
De haber podido, les habría dado a ambos lo que querían —un resumen de las futuras aventuras de Roland—, pero, por desgracia, no pude. No tenía ni idea de cómo iban a acabar las cosas con el pistolero y sus amigos. Para saberlo, tenía que escribir. Una vez tuve un esquema, pero lo perdí por el camino. Todo lo que tenía era unas cuantas notas («Chussit, chissit, chassit, algo-algo-canasta», reza una que está sobre el escritorio mientras escribo esto). Con el tiempo, a partir de julio de 2001, empecé a escribir de nuevo. Para entonces sabía que ya no tenía diecinueve años, ni estaba exento de ninguno de los males de los que es heredera la carne. Sabía que iba a cumplir sesenta años, quizá incluso setenta. Y quería terminar mi historia antes de que el malvado patrullero llegara por última vez. No me apetecía que me archivaran con Los cuentos de Canterbury y El misterio de Edwin Drood.
El resultado —para bien o para mal— está ante ti, Lector Constante, tanto si estás leyendo esto como si empiezas con el libro uno o te estás preparando para el quinto volumen. Te guste o no, la historia de Roland ya está terminada. Espero que la disfrutes.
En cuanto a mí, me lo he pasado como nunca.
Stephen King
25 de enero de 2003
Referencias
King, S. (2003). «On Being Nineteen (And Few Other Things)» en The Dark Tower I: The Gunslinger.
Se hace referencia a un verso de Bobbie Ann Mason, canción de Rick Treviño.