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Cómo creé «Años dorados»

lazonamuerta.substack.com
Por Stephen King

Cómo creé «Años dorados»

Stephen King cuenta cómo asustó a decenas de ejecutivos de televisión y se convirtió en el hombre del saco más querido de Estados Unidos

Óliver Mayorga
Aug 27, 2022
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Cómo creé «Años dorados»

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Artículo escrito por Stephen King y publicado originalmente en Entertainment Weekly el 2 de agosto de 1991. Traducción de Óliver Mayorga.

En algún momento entre El misterio de Salem’s Lot, mi segundo libro, y La zona muerta, el sexto, me convertí en el Hombre del Saco Más Querido de Estados Unidos. Esto sucedió completamente por accidente. No aspiraba a ese puesto; de hecho, ni siquiera sabía que existía. Por qué Estados Unidos necesita un hombre del saco es una cuestión en la que no estoy seguro de querer profundizar, pero sin duda parece que es cierto. Durante dos generaciones anteriores a la mía, Boris Karloff ocupó ese puesto. En los años 50 y principios de los 60, Karloff y Alfred Hitchcock formaban una especie de pareja de hombres del saco, y luego Rod Serling tomó el relevo de ambos. Cuando Serling murió en 1975, el puesto quedó vacante durante un tiempo, y entonces llegué yo.

Bueno… las cosas podrían ser peores. El horario es bueno, y no hay que esforzarse mucho.

Hay que superar una serie de obstáculos para llegar a ser el Hombre del Saco Más Querido, pero el más importante es este: tienes que darles su dosis semanal a los amantes de los sustos presentando tu propio y espeluznante programa de televisión. Boris Karloff tenía Thriller, Alfred Hitchcock tenía Alfred Hitchcock presenta, y Rod Serling, que era como la reina Victoria de los HSMQ, tenía dos programas: Galería nocturna y La dimensión desconocida, una antología fantástica de la CBS que asustó a casi toda la generación del baby boom de Estados Unidos.

Aunque me llevaría algunos años perfeccionar el término, ahora sé que la primera vez que me ofrecieron el puesto vacante de HSMQ fue en 1982, cuando una productora de televisión me ofreció mi propio programa. Tal como lo visualizó la compañía, cada semana presentaría una historia diferente de «horror de Nueva Inglaterra». Una especie de La dimensión desconocida en la zona este, si se quiere, en la que la chica diría: «¿Tienes la sensación de que algo raro está ocurriendo aquí, Jed?». A lo que Jed respondería afirmativamente: «Seeeh» [con deje de Maine].

Rechacé la oferta, pero se ha repetido media docena de veces en los diez años transcurridos desde entonces. No tendría que escribir si no quisiera, me decían una y otra vez. Lo único que tendría que hacer es presentar. Pero sí quería escribir. Escribir es lo que hago. Lo que no hago es actuar. He hecho algún cameo de vez en cuando —si te dijera que no hay algo de actor frustrado en mí, te mentiría—, pero no de forma habitual. Sé lo que hacer en cada momento, y soy ante todo un escritor de historias. Así que seguí diciendo que no, y a medida que los años 80 se fueron agotando, las ofertas para hacer de Rod Serling también empezaron a agotarse.

Cameo de Stephen King en Años dorados (Stephen King’s Golden Years). Fotografía: CBS (Getty Images).

Sin embargo, había estado pensando mucho en la televisión, a mi manera, es decir, sin que me lo pidan y sin decirle a nadie lo que estaba haciendo, excepto a mi mujer. Me encontraba en una posición extraordinariamente lujosa al no necesitar el dinero de los anticipos de nadie; y sin decírselo a nadie, porque cuando dejas que los demás —especialmente los «creativos» de la industria televisiva— se enteren de lo que estás pensando, se desviven por revisar tus sueños. Hay un momento y un lugar para revisar… pero no cuando todavía estás soñando.

Cuando era niño, la única serie de televisión que me gustaba de verdad era El fugitivo, y creo que la razón por la que me atraía tanto era que, a diferencia de la mayoría de las demás series de televisión, El fugitivo parecía avanzar; hacía algo un poco más interesante que dar vueltas a lo mismo semana tras semana.

De hecho, tuve la sensación de que los guionistas de El fugitivo estaban intentando contar una historia completa. Esto me fascinó, y mi deseo de tener algún tipo de clímax, algún tipo de cierre, se hizo realidad de forma espléndida cuando la serie no terminó con el Dr. Kimble simplemente huyendo con el teniente Gerard pisándole los talones, sino con un final en dos partes maravillosamente emocionante en el que el hombre manco se reveló finalmente como el verdadero asesino de la esposa del Dr. Kimble.

Cuando la ABC emitió Hombre rico, hombre pobre durante 10 semanas en 1976, creando de un plumazo un nuevo formato de televisión estadounidense llamado miniserie, me sentí animado. No por la historia, por muy buena que fuera, sino por las posibilidades. Me pareció que Hombre rico, hombre pobre había utilizado por fin el único recurso creativo real que tiene la televisión y que se le niega al cine: el tiempo. Los productores pudieron contar toda la historia, sin la compresión que exige el cine. Hombre rico, hombre pobre se desarrollaba a su propio ritmo; era mucho más rica en caracterización que la mayoría de las películas; rebosaba de subtramas y detalles novelescos. Sobre todo, tenía un clímax. Parecía que la televisión había encontrado por fin una forma de salir de la caja dramática que había construido para sí misma, en la que las historias tienen un principio, un desarrollo, un desarrollo, un desarrollo y un desarrollo. Hombre rico, hombre pobre volvió al formato en que los viejos carcamales como Shakespeare, Melville y Faulkner contaban una historia: tenía un principio, un desarrollo y un final.

Sin embargo, se me ocurrió que Hombre rico, hombre pobre y todas las miniseries de éxito que siguieron —Raíces, Shogun, Vientos de guerra— se basaban en libros ya existentes; en realidad eran otra forma de reimpresión, como los libros de bolsillo. Pero los mayores éxitos de la televisión, me parece, nunca han sido el resultado de adaptaciones, sino de creaciones hechas a medida para acentuar los puntos fuertes del medio y minimizar sus debilidades. ¿Qué pasaría, me pregunté, si alguien creara una novela que existiera primero como un programa de televisión de emisión limitada? La idea me entusiasmó. Combinaba las mejores características de las series de televisión, en las que uno llega a conocer y a querer a los personajes, con la característica más importante de la buena ficción (especialmente de la buena ficción de suspense), la marcha constante de los acontecimientos hacia una conclusión satisfactoria.

Con estas ideas en mente, me dispuse a escribir Años dorados, una idea que llevaba casi un año rondando por mi cabeza como una posible novela. Trataría de gente inocente que vive bajo la influencia de una oscura y siniestra agencia gubernamental llamada La Tienda, un experimento de alto secreto que sale mal, y una emocionante persecución a través del país en la que los buenos son perseguidos por un desagradable agente de La Tienda llamado Jude Andrews, que no se detendrá ante nada, una versión demente del teniente Gerard de El fugitivo, si se quiere. Lo más importante de todo es que se trata de una historia de amor entre dos simpáticos ancianos, Harlan y Gina Williams, y no había contado una verdadera historia de amor desde La zona muerta. Los amaba casi tanto como ellos se amaban, y me interesaba apasionadamente saber cómo iban a resultar las cosas para ellos.

Imagen promocional de Años dorados (Stephen King’s Golden Years). Fotografía: CBS (Getty Images).

Me la imaginaba como una serie de 14 o 15 horas, algo que duraría una temporada entera, con un episodio inicial de dos horas y un final de otras dos horas. Empecé a discutir la idea y a mostrar algo del trabajo después de haber escrito cuatro horas de guion. Nadie estaba muy interesado. Los jefes de la cadena seguían queriendo una serie antológica de historias espeluznantes, porque todo el mundo sabía que eso era lo que debía hacer un HSMQ; Karloff, Hitchcock y Serling lo demostraron. Además, la era de las miniseries de éxito ya había pasado.

Bueno, les dije a través de mi agente que no pensasen en esto como en una miniserie; sino como una serie regular que solo dura un año. Pero en ese momento, la discusión racional se vino abajo. Parece que a los ejecutivos de la televisión les resulta tan imposible entender el concepto de una serie regular que termina como lo es para mí entender las ramificaciones de la teoría de la relatividad de Einstein.

Sí, dijeron, pero ¿qué pasa si es un éxito?

Entonces lo hacemos de nuevo el año que viene, respondí.

¿Quieres decir que continuamos la historia?, preguntaron, sonando desconcertados pero un poco esperanzados.

No, dije. Contamos una historia diferente de la misma manera. Con personajes nuevos. Situaciones nuevas. Una trama nueva. Un final nuevo.

Pero aprendí que la gente de la tele se siente extremadamente incómoda con cualquier concepto que incluya la idea «todo nuevo», y así la propuesta expiró. Mi interés por los personajes que poblaban Años dorados —Harlan y Gina, Jude, el general Crewes, el comandante Moreland y el doctor Todhunter, el más loco de los científicos locos— no decayó, y de hecho terminé de escribir dos episodios más de la historia antes de que otros compromisos me obligaran a archivarla. No continué debido al interés de las cadenas, ni tampoco abandoné cuando estas siguieron alejándose en masa. Al final, mi trabajo en Años dorados se redujo a lo esencial: quería saber qué pasaba después. Era un simple caso de lo que Paul Sheldon, el escritor rehén en Misery, llama el «tengo que».

Si hay algo esclarecedor en todo esto, es simplemente que esta es la forma en que suelen desarrollarse los proyectos creativos en la televisión y el cine, desde el primer germen de una idea hasta el programa que se estrena con temor y esperanza algunos meses (o años, en este caso) después. Si tienes mucha suerte, al final aparece un salvador, y normalmente cuando menos te lo esperas. No es un caballero en un caballo blanco, sino un productor cuya armadura suele consistir en unas gafas de sol Ray-Ban y cuya lanza suele parecerse a un bolígrafo Pentel con el que toma notas en un bloc amarillo.

Imagen promocional de Años dorados (Stephen King’s Golden Years). Fotografía: CBS (Getty Images).

El productor que rescató Años dorados fue Richard Rubinstein (Creepshow). Richard leyó los guiones de Años dorados en su primer borrador y fue la única persona del lado de la producción a la que realmente le gustaron. Pero como independiente que estaba empezando en el mercado de la televisión sindicada en ese momento, tenía muy poca influencia. Sin embargo, me pidió que lo tuviera en cuenta, y estaba bastante claro que tenía la serie en mente. Cada vez que nos encontrábamos, me preguntaba qué se cocía con Años dorados y la gente que poblaba esa instalación científica bastante extraña en el norte del estado de Nueva York.

Durante un tiempo no se coció gran cosa, y luego empezaron a confluir los factores que finalmente dieron lugar a la producción. El factor más importante de todos puede haber sido el éxito del pasado año de la versión de ABC de mi novela It. Esa miniserie triunfó tanto en los Nielsen [líder mundial en medición de audiencias] como entre los críticos de televisión, que, por regla general, casi no se sirven de las historias de terror. Lo irónico de todo esto es que mi nombre se hizo dorado (por acuñar un pequeño juego de palabras) en la televisión como resultado de una bonanza de los Nielsen en la que tuve poco que ver… más allá de prestarle mi nombre, claro. Como resultado, la serie actual de la CBS no es realmente Años dorados, después de todo. El nombre oficial de la serie es Años dorados de Stephen King (Stephen King’s Golden Years), que suena como un documental sobre mi jubilación.

Al final, Richard Rubinstein consiguió que Jeff Sagansky, presidente de entretenimiento de la CBS, se fijara en Años dorados, y la serie obtuvo luz verde de la cadena… tras un último y crucial compromiso. La CBS quería una serie que pudiera seguir y seguir (y seguir) si al público le gustaba. Yo solo quería contar la historia de Harlan Williams, un anciano conserje que se ve envuelto en un desastroso experimento secreto. Lo resolvimos creando un personaje, Terrilyn Spann, que en caso de necesidad podría continuar la serie cuando se contara la historia de Harlan. Y aunque no le deseo a Terry más que lo mejor, tengo que confesar que sigue siendo Harlan quien me importa. Y dado que ni siquiera su historia puede contarse por completo en ocho horas en su emisión veraniega, espero que a la gente le guste Años dorados lo suficiente como para volver a emitirla en su totalidad.

¿Qué es una serie completa? Bueno, sigo creyendo que hay un lugar en la televisión para las historias largas y complejas —novelas electrónicas, si se quiere— que existen en ese único medio y tienen un principio, un desarrollo y un final. Quién sabe, quizá sean algunos de los superventas del siglo XXI.

Ya oigo gritar a los críticos literarios. ⬥


Referencias

King, S. (2 de agosto de 1991). «How I created Golden Years» en Entertainment Weekly.

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