Cómo se originó «IT»
Stephen King cuenta cómo le vino la idea para escribir su novela más icónica
Artículo escrito por Stephen King y publicado originalmente en Book-of-the-Month Club News en 1986. Traducción de Óliver Mayorga.
«Durante todo el tiempo que estuve fuera no me quité Derry de la cabeza», dice un personaje de esta larga pero bienintencionada novela. Es uno de esos casos —raros pero siempre dulces— en los que se permite honorablemente a un personaje hablar en nombre del autor.
Desde su concepción hasta su conclusión, tardé siete años en escribirla. En ese tiempo hice otras cosas; escribí una novela (Pet Sematary), colaboré en otra con mi amigo Peter Straub (The Talisman), escribí tres novelas que aún no se han publicado, nueve relatos cortos, seis novelas cortas y tres guiones (y dirigí uno de ellos).1 Pero nunca me quité Derry de la cabeza.
En 1978 mi familia vivía en Boulder, Colorado. Un día, cuando volvíamos de comer en una pizzería, a nuestro flamante AMC Matador se le cayó la transmisión, literalmente. La maldita cosa se cayó en Pearl Street. Lo verdaderamente vergonzoso es estar parado en medio de una calle céntrica y concurrida, sonriendo como un idiota mientras la gente examina tu coche abandonado y esa gran cosa negra y grasienta que yace debajo de él.
Al final llegaron dos tipos del concesionario local, se fumaron unos Camel y engancharon el coche a una grúa. Metieron la transmisión en la parte trasera del camión. Dos días después llamaron. Todo estaba en orden, podía recoger el coche en cualquier momento.
Eran las cinco de la tarde. El concesionario estaba a cinco kilómetros. Pensé en llamar a un taxi pero decidí que el paseo me vendría bien.
El taller de reparación de AMC estaba en un polígono industrial aislado en un terreno por lo demás desierto, a un kilómetro y medio de la franja de locales de comida rápida y gasolineras que marcan el extremo oriental de Boulder. Una estrecha carretera sin alumbrado conducía hasta allí. Cuando llegué a la carretera ya era de noche —en las montañas el final del día llega deprisa— y era consciente de lo solo que estaba. A unos 400 metros había un puente de madera, encorvado y extrañamente pintoresco, que cruzaba un arroyo. Lo crucé. Llevaba botas de vaquero con tacones desgastados, y era muy consciente del sonido que hacían sobre las tablas; sonaban como un reloj hueco.
Cuando llega una idea, llega de golpe. Es tan brillante que te ciega como un flash en un cuarto oscuro. Sin reflexión, es decir, sin ver de cerca la imagen posterior, no tiene sentido. Pensé en el cuento de hadas titulado Los tres cabritos Gruff y me pregunté qué haría yo si un trol gritara desde abajo: «¿Quién está taconeando en mi puente?». De repente me entraron ganas de escribir una novela sobre un trol de verdad bajo un puente de verdad. Me detuve, pensando en una frase de Marianne Moore, algo sobre «sapos reales en jardines imaginarios», solo que salió «troles reales en jardines imaginarios».
Una buena idea es como un yoyó: puede llegar al final de su cuerda, pero no muere allí; solo duerme. Al final vuelve a rodar hasta la palma de tu mano. Me olvidé del puente y del trol al recoger el coche y firmar los papeles, pero volví a pensar en ello de vez en cuando durante los dos años siguientes. Decidí que el puente podía ser una especie de símbolo, un punto de paso. La idea de cualquier tipo de símbolo me asustaba, me hacía sentir que estaba por encima de mis posibilidades.
Entonces decidí que lo que realmente buscaba era alguna forma de cambiar el puente, de restarle simbolismo, para poder crear un trol de verdad en un jardín de verdad. Eso me pondría a salvo de la pretensión. Empecé a pensar en Bangor, donde había vivido, con su extraño canal dividiendo la ciudad en dos, y decidí que el puente podía ser la ciudad, si había algo debajo. ¿Qué hay debajo de una ciudad? Túneles. Alcantarillas. ¡Ah! ¡Qué buen lugar para un trol! ¡Los troles deberían vivir en alcantarillas! Y al menos los túneles y las alcantarillas eran reales.
Pasó un año. El yoyó se quedó abajo, en el extremo de su cuerda, durmiendo, y luego volvió a subir.
Empecé a recordar Stratford, Connecticut, donde había vivido un tiempo de niño. En Stratford había una biblioteca en la que la sección de adultos y la de niños estaban conectadas por un corto pasillo. La arquitectura de la sección de adultos era victoriana; la de la biblioteca infantil era moderna, de los años cincuenta. Decidí que el pasillo era también un puente, uno por el que cada niño debe arriesgarse a pasar para convertirse en adulto.
En esta segunda idea percibí algo peor que un símbolo; percibí un TEMA, y esto me puso nervioso. No soy un novelista brillante, no soy Graham Greene ni Paul Bowles. Si escribiera un libro con un tema consciente acabaría con un montón de ruido y furia. Soy un narrador; mis virtudes son la honestidad, la buena intención y la capacidad de entretener a gente de mi mismo nivel intelectual.
Entonces, una noche, unos seis meses más tarde —después de un tiempo, estas cosas parecen adquirir su propia urgencia ciega—, pensé en cómo podría lanzarse una historia así; cómo sería posible crear un efecto rebote, entrelazando las historias de los niños y las de los adultos en que se convirtieron. La idea era tan buena que resultaba horrible. También era irresistible.
En algún momento del verano de 1981 me di cuenta de que tenía que escribir sobre el trol bajo el puente o dejarlo para siempre. Una parte de mí lloraba por dejarlo ir. Pero otra parte de mí lloraba por la oportunidad; más que llorar, exigía. Recuerdo estar sentado en el porche, fumando, preguntándome si realmente había llegado a la edad suficiente para tener miedo de intentarlo, de lanzarme y conducir rápido.
Me levanté del porche, entré en mi estudio, puse un poco de rock and roll y empecé a escribir el libro. Sabía que sería largo, pero no sabía cuánto. Me acordé de esa parte de El hobbit en la que Bilbo Bolsón se maravilla de cómo un camino puede llevar a otro; puedes salir de la puerta de tu casa y pensar que solo estás paseando, pero al final de tu paseo está la calle, y puedes girar a la izquierda o a la derecha, pero en cualquier caso habrá otra calle, otra avenida, y carreteras, y autopistas, y todo un mundo. ⬥
Referencias
King, S. (1986). «How IT Happened» en Book-of-the-Month Club News.
Su debut como director de cine fue Maximum Overdrive, adaptación de su relato Trucks.