Fotos y autógrafos
Stephen King reflexiona sobre la naturaleza de los autógrafos, sobre aquellos que los buscan y sobre las fotografías espeluznantes
Introducción escrita por Stephen King y publicada originalmente en Lord John Signatures en 1991. Traducción de Óliver Mayorga.
Creo que esto es sobre los ojos de las cerraduras. Sobre mirar.
No solo ver, sino mirar.
Sobre los ojos de las cerraduras.
Firmé mi primer autógrafo a finales de 1973. Fue en la primera hoja en blanco de una copia anticipada en rústica de Carrie, mi primera novela. Ese autógrafo decía: «Para Ruth King. Gracias por permitirme asombrar. Te quiero, mamá. Stephen King». Y la fecha. Mi madre, que padecía un cáncer en fase intermedia en el momento en que le di ese primer ejemplar de mi primer libro, murió poco después. No tengo la menor idea de lo que pasó con esa copia. Supongo que valdría una pequeña fortuna en el demencial mercado actual del coleccionismo, donde los autógrafos de algunos escritores alcanzan sumas de dinero que, en mi opinión, resultan surrealistas.
Mi primera «fotografía de autor» fue tomada a finales del verano de 1973, en las oficinas de Doubleday and Company. El fotógrafo era Alex Gottfryd, cuyo nombre aparece acreditado en el lateral de cientos (quizás miles) de libros de Doubleday. Recuerdo haber sentido una leve sensación de irrealidad —casi un deja vu— al colocarme frente al discreto y ligeramente arrugado telón de fondo gris que había visto innumerables veces en las contraportadas de Crime Club y Double D Western.1 Como no tenía chaqueta, y como el señor Gottfryd era de la opinión de que los novelistas (especialmente los novatos) debían ir bien vestidos, tomé prestado el traje-abrigo de mi editor. Me quedaba mal. Además, justo antes de empezar a fotografiar, Gottfryd me quitó las gafas, que le causaban problemas con los reflejos. Estos factores, combinados con la barba de autor que acababa de empezar a brotar, crearon una situación involuntariamente cómica que todavía hoy me hace estremecer de vergüenza. En esa foto tengo más pinta de Sr. Ratty en The Wind in the Willows que del llamado «maestro del terror moderno», como me apodó más tarde el departamento de publicidad de Doubleday.
Estas pequeñas anécdotas (lo que creo que a The Reader’s Digest le gusta llamar «Miradas Personales») parecen oportunas porque lo que tienes en tus manos es un libro de autógrafos y fotografías, y aunque no todos los aquí representados son escritores, sí lo son la mayoría. He estado pensando en ello y calculo que debo haber firmado cien mil autógrafos desde el primero que le di a mi madre, los suficientes como para poder bromear con que algún día alguien comprará una edición rara de King sin firmar por varios miles de dólares, y es una estimación moderada. El total de autógrafos de los últimos diecisiete años puede aproximarse a un cuarto de millón, lo que supone una media de más de 14 700 al año. Entre ellos se incluyen los obsequios de las bibliotecas, los libros subastados con fines benéficos, los de las ediciones limitadas, los ejemplares enviados a los libreros y a los vendedores de las cadenas de librerías a instancias de los responsables de las editoriales, y los autógrafos para los Lectores Constantes de todo el mundo. Esos sobre todo. Durante años han llegado en un flujo constante; en el mes anterior a la Navidad, el flujo se convierte en una inundación. (Una nota, querido lector: en los últimos tres años, finalmente me he visto obligado a imponer límites a este servicio de autógrafos, y si me envías un libro para que lo firme a partir de esta introducción, las probabilidades están en tu contra, y las posibilidades de que no vuelvas a ver tu libro tampoco son escasas).
Durante esos mismos diecisiete años, me han fotografiado miles de veces. Lo han hecho gente como Annie Gottleib, Jerry Bauer y el difunto Thomas Victor, que hacen de los escritores su especialidad, también lo han hecho fotógrafos de estudios cinematográficos y fotógrafos de agencias de publicidad, estos últimos contratados generalmente por el editor de mi libro o por uno de los clubes de lectura. Incluso me han robado la imagen los papparazzi, lo cual es el colmo de la irrealidad, por no hablar de la mala educación. Las mejores fotos las ha hecho mi mujer. Creo que son las mejores por tres razones, siendo la tercera una consecuencia de las dos primeras: me quiere, me entiende y nunca se ha propuesto hacerme una foto deliberadamente «espeluznante». De hecho, mientras estaba haciendo fotos para mi próxima novela, Needful Things, y yo empecé a abrir los ojos y a levantar lo que considero mi Ceja Ominosa (es la derecha, y se levanta sola, un talento sencillo, sorprendentemente infrecuente y totalmente inútil, a la par que mover las orejas), me espetó: «Deja de hacer esa mierda espeluznante, Steve».
«La mierda espeluznante» es, por supuesto, la gran favorita de la mayoría de los fotógrafos que me han retratado. Vienen armados con indicaciones para llegar al cementerio más cercano, y también suelen venir preparados con atrezo: máscaras horripilantes, estatuas horripilantes, máquinas de niebla. Incluso hubo una señora de la revista People que nos recibió a Peter Straub (mi colaborador en The Talisman) y a mí con una selección de animales disecados. Entre ellos se encontraban, si no me falla la memoria, un caimán y un lobo con los ojos naranjas más horriblemente vivos que he visto nunca.
Llegó un punto en el que empecé a preguntar a esta gente si querrían hacer posar a Sidney Poitier o Eldridge Cleaver con una gran rodaja de sandía. La única respuesta que obtuve fue una desconcertada sonrisa que decía: «¡Oh, Dios! Los escritores costeros están locos, ¿no es eso?». Una fotografía estereotipada es una fotografía aburrida, y una fotografía aburrida es casi siempre una mala fotografía… Es olvidable si tienes suerte e inolvidable (estoy pensando en esa foto de Jim Morrison con el pecho desnudo llevando sus abalorios de chamán) si no la tienes. Y aunque docenas de fotógrafos han intentado capturar «imágenes espeluznantes» de mí, ni una sola de las miles de fotos reveladas se acerca a la increíblemente sombría y asombrosamente efectiva fotografía en blanco y negro de Robert Bloch que encontrarás en alguna parte entre estas páginas. Y hoy en día, cuando veo a un fotógrafo sacar una máscara de hombre lobo o una calavera de plástico de su bolsa de trucos, le digo que la vuelva a poner en su sitio. Ya estoy harto de esa mierda espeluznante, gracias.
Autógrafos. Fotografías. Los ojos de las cerraduras.
Estas cosas han sido una pequeña y molesta parte de mi vida durante casi dos décadas, mis sentimientos hacia ellas han cambiado gradualmente de un halagado asombro por que alguien las quiera a una especie de recelosa aversión (cada año siento más admiración por Raymond Chandler, que firmaba autógrafos solo en las más raras ocasiones, aunque le gustaba mucho que le hicieran fotos, especialmente con su pipa) y ahora me doy cuenta de que realmente nunca he pensado mucho en lo que significan o en por qué la gente debe quererlas.
Es fácil —probablemente demasiado fácil— detenerse en las personas que son patológicas con estas cosas. También es comprensible. El tipo que mató a John Lennon era un cazador de autógrafos, por ejemplo; horas antes de acabar con la vida de Lennon, Mark Chapman consiguió que el ex-Beatle le firmara una copia de su álbum Double Fantasy. Y cualquier escritor, actor o actriz que haya aparecido alguna vez en un programa de entrevistas de la televisión está familiarizado con esos tipos escalofriantes que aguardan en los vestíbulos, tipos con ojos frenéticos de color marrón (por alguna razón siempre parecen tener los ojos marrones) que te clavan sus bolígrafos y blocs de gran tamaño con tenacidad. Casi nunca hablan. Es como si no pudieran hablar, y tal vez eso esté bien, porque lo que quieren parece ir más allá de la expresión o la comprensión en cualquier caso. Pero no más allá del sentimiento. Puedes sentirlo, sin duda; su obsesión es tan ardiente como la cerámica recién horneada, e igualmente agrietada. Un ojo en la cerradura… ¿espiamos?
Sin embargo, la mayoría de los cazadores de autógrafos no son tan malos. Quieren una firma, una fotografía o ambas cosas… y se van sin hacer mucho ruido, lo consigan o no. Pero… ¿qué es lo que quieren esas personas más o menos normales que desean que les firmen en la hoja en blanco de un libro o en un trozo de papel? ¿Y qué es lo que obtienen por sus molestias, y las nuestras?
Me parece que lo que quieren es una sensación de repercusión, una sensación de contacto y algo más para lo que no existe un término real, a menos que «recuerdo» sea suficiente. El cazador de autógrafos quiere algo que sea un poco más que un recuerdo, pero mucho más que una pieza o, Dios nos libre, una reliquia (los aficionados corrientes a los autógrafos lo entienden; no así la Gente Realmente Rara de los autógrafos que frecuenta los estudios de televisión en Nueva York y Los Ángeles). Lo más bonito de los autógrafos es que son como los copos de nieve, no hay dos exactamente iguales. Y lo más bonito de una colección de autógrafos es que normalmente se puede trasladar de costa a costa en una caja de cartón.
Lo que consiguen… bueno, es un asunto más interesante y un hueso duro de roer. En la mayoría de los casos, el instante de contacto que busca el cazador de autógrafos no se produce, y cualquier sensación de repercusión es falsa, pero eso no les impide seguir intentándolo. Creo que la mayoría de nosotros tiene la idea —casi con toda seguridad incorrecta, pero suficientemente comprensible— de que los autógrafos y las fotografías ofrecen al menos una oportunidad de lograr esa repercusión, de que proporcionan esos orificios de acceso a la mente de un escritor o un artista cuya obra nos agrada o incluso nos exalta.
Recuerdo haber leído The Grapes of Wrath de John Steinbeck para hacer un comentario de texto en secundaria, comenzándolo con poco entusiasmo (¡era tan largo!) y luego dejándome arrastrar por la historia y llevándome fuera desde mi sala de estudio a sexta hora en una pequeña escuela secundaria de un pequeño pueblo de Maine hasta el infierno polvoriento de la década de 1930. Y recuerdo que en algún momento me interrumpí, fui a las enciclopedias y busqué a Steinbeck. Me quedé mirando su fotografía durante mucho tiempo: el ceño fruncido, los ojos afilados y ligeramente hundidos, los pómulos estrechos y la raya del pelo que empezaba a retroceder. No trataba de verle a él; trataba de ver The Grapes of Wrath en él. Y he estudiado las fotografías de otros escritores de forma muy parecida, como sin duda a veces me he estudiado a mí mismo. Prometo que a veces he podido casi sentirlo.
Normalmente no puedes ver reflejados los libros en los rostros de los hombres y mujeres que los escribieron… pero a veces sí. El rostro de Ray Bradbury, como ya he escrito en otras ocasiones, es en cierta medida el rostro de todos los chicos salvajes y fantasiosos de los que ha escrito a lo largo de los años, el rostro de Joyce Carol Oates alude a todas esas mujeres inseguras y ferozmente inteligentes que ha creado, y quizás vemos en Robert Bloch un eco de Norman Bates no del todo casual (esta es, en muchos sentidos, la fotografía de autor más inquietante que he visto nunca; podría ser una fotografía de Wisconsin Death Trip). La más sorprendente de todas es la fotografía de Anne Tyler, cuyo rostro irradia la calma, la inteligencia y el ingenio, en cierto modo melancólico, que ilumina sus libros con un brillo indirecto y encantador. ¿Por qué me haces una foto?, parece preguntar su rostro. ¿Y por qué dejo que lo hagas? Es raro, ¿no?
Sí, es raro, de acuerdo… pero si ninguna de estas fotografías estuviera etiquetada, seguiría señalando esa y diciendo: «Ahí. Es la que escribió A Slipping-Down Life. Tiene que ser ella».
Los autógrafos rara vez o nunca dicen la verdad, pero a veces las buenas fotografías lo hacen.
Al final, por supuesto, estos objetos de recuerdo no deberían ser necesarios y, de hecho, pueden restarle importancia al tema central. Los programas, los menús y las fotografías autografiadas son cosas de la celebridad, lo que Shakespeare llamaba buscar la burbuja de la fama hasta en la boca del cañón. Los libros, las pinturas, los poemas, las películas… son cosas del trabajo, y una de las pocas reglas para las que nunca he hallado una excepción es esta: el trabajo y la celebridad nunca se mezclan. No estás haciendo nada interesante, y mucho menos perdurable, mientras firmas con tu nombre o miras al pajarito; puede que, de hecho, solo estés invitando al hombre que pide el autógrafo o a la mujer que pide la foto a que se agache y mire por el ojo de la cerradura… Uno que ha sido bloqueado con un espejo que solo mostrará al observador su propio ojo inquisidor.
No obstante, este libro —sobre todo las fotografías— me ha parecido absolutamente fascinante. Hay un denominador común en estos rostros; es la inteligencia, y para mí la inteligencia siempre transmite una sensación de belleza y plenitud, una sensación de que las cosas funcionan mejor de lo que tienen derecho a funcionar. Y en la mayoría de los casos también hay una expresión de felicidad en los ojos. En su mayor parte, se trata de personas a las que se les permite hacer por dinero lo que harían gratis, y eso se nota.
¡Ah! Una cosa más para terminar. También hay una expresión de impaciencia, a veces parcialmente velada, a veces tan clara como el tañido de una campana y tan brillante como el día, en la mayoría de estas caras. Déjenme volver a mi trabajo, dicen. Mi cara y mi firma cambiarán, y probablemente no para mejor a medida que los años se acumulen, pero esas cosas son, por suerte, efímeras. El trabajo quizá no sea efímero; el trabajo es lo único que tiene posibilidades de perdurar, y son pocas, pero no importa, porque al final tampoco lo hago por la posteridad; lo hago porque me deleita y me alegra el día. Así que déjenme volver a ello. Tapen su lente, tapen su pluma, y déjenme volver a ello.
Y el ojo de la cerradura se cierra.
Bangor, Maine
STEPHEN KING
Referencias
King, S. (1991). «Introduction» en Lord John Signatures. Northridge, California, Estados Unidos: Lord John Press.
Crime Club y Double D Western son sellos de la editorial Doubleday.