«Frankenstein», «Drácula» y «Dr. Jekyll y Mr. Hyde» según Stephen King
El autor de Maine clava su mirada sobre estos tres clásicos fundamentales de la literatura fantástica
Introducción escrita por Stephen King para el volumen ‘Frankenstein’, de Mary Shelley; ‘Dracula’, de Bram Stoker; ‘Dr. Jekyll and Mr. Hyde’, de Robert Louis Stevenson editado por Signet Classic en diciembre de 1978. Traducción de Óliver Mayorga.
En las páginas de este volumen os encontraréis con tres de las creaciones más oscuras de la literatura inglesa del siglo XIX; tres de las más oscuras de toda la literatura inglesa y estadounidense, dirían muchos… y no sin fundamento.
Aquí están, tal y como las conocimos por primera vez a cada una de ellas:
«¡Dios mío! Aquella piel amarilla apenas cubría el entramado de músculos y arterias que había debajo; tenía el pelo negro, largo y grasiento; y sus dientes, de una blancura perlada; pero esos detalles hermosos solo formaban un contraste más tétrico con sus ojos acuosos, que parecían casi del mismo color que las blanquecinas órbitas en las que se hundían, con el rostro apergaminado y aquellos labios negros y agrietados».
FRANKENSTEIN
«Tenía un rostro aguileño marcado, muy marcado, con la nariz delgada de puente alto y aletas de forma peculiar, en arco; […] con poco pelo en las sienes pero en profusión en el resto de la cabeza. Tenía unas cejas enormes que casi se le juntaban sobre la nariz y de pelo crespo que parecía ensortijado de tan profuso que era. La boca, en la medida que se la pude ver bajo el grueso bigote, era imperturbable y de aspecto más bien cruel, con dientes blancos de agudeza peculiar. Estos le asomaban sobre los labios, cuyo notable color rojizo daba muestras de una vitalidad asombrosa para un hombre de sus años. Por lo demás, tenía las orejas pálidas y extremadamente puntiagudas. La barbilla era ancha y fuerte, y las mejillas firmes, aunque delgadas. El efecto general que producía era de palidez extraordinaria».
DRÁCULA
«Hyde era pálido y muy pequeño, daba una impresión de deformidad aunque sin malformaciones concretas, tenía una sonrisa repugnante, se comportaba con una mezcla viscosa de pusilanimidad y arrogancia, hablaba con una especie de ronco y roto susurro: todas cosas, sin duda, negativas, pero que aunque las sumáramos, no explicaban la inaudita aversión, repugnancia y miedo que habían sobrecogido a Utterson».
DR. JEKYLL Y MR. HYDE
Estas tres criaturas, presentadas juntas por vez primera, tienen mucho en común más allá de su poder para seguir asustando, aparentemente sin fin, a una generación de lectores tras otra, aunque ese hecho por sí solo debe examinarse antes que todo lo demás.
Tened esto en cuenta: el título de cada uno de estos libros, el más reciente de los cuales fue publicado en 1897, se usa de forma común. «Ella tiene la personalidad de Jekyll y Hyde» como un modo de expresar la esquizofrenia; «Su cara es como la de Frankenstein» para indicar la extrema fealdad (el monstruo sin nombre y su creador, Victor Frankenstein, se han convertido en algo inextricable a estas alturas); y «Surgió como Drácula al apagarse la luz» para indicar… ¡lo que quieras!
Uno de los temas más comunes en toda la ficción de terror y la literatura fantástica es la inmortalidad: «aquello que no muere» ha sido un elemento básico desde el cuento de Beowulf hasta la historia del corazón delator de Poe, los mitos de Cthulu de Lovecraft, e incluso el demonio imperecedero de William Peter Blatty, Panzuzu.
Pero estos tres —Drácula, el monstruo de Frankenstein y el malvado Mr. Hyde— parecen haberlo conseguido. Viven una especie de media vida fuera del brillante círculo de los «clásicos» reconocidos de la literatura inglesa, y quizá con razón. El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde fue escrito por Robert Louis Stevenson en tres días durante un periodo de intensa excitación. Horrorizó tanto a su mujer que Stevenson quemó el manuscrito y lo reescribió desde cero en otros tres días. Drácula es un melodrama francamente palpitante acoplado en el maltrecho marco de la novela epistolar. Frankenstein, el más conocido de los tres, quizás sea también el peor escrito. Firmado por Mary Wollstonecraft Shelley a la edad de diecinueve años, está lleno de la ingenuidad y los sofismas de una jovencita; con sus frecuentes digresiones para explorar las Grandes Ideas Filosóficas, a menudo se asemeja más a una sesión de debate en un dormitorio universitario que a una historia de horror gótico.
Desde el punto de vista de la crítica más desfavorable, estos tres libros no son más que novelas populares de su época, que apenas se distinguen de otros libros similares del género, como El monje, de M. G. Lewis, o Armadale, de Wilkie Collins, que han caído en el olvido.
¿Cómo explicar entonces la tenebrosa existencia de estos tres libros? El mero hecho de que sigan viviendo una vida propia, al margen de los deberes de los profesores de secundaria y de la universidad, hace que merezcan una cuidadosa atención. The Rise of Silas Lapham sigue imprimiéndose porque los profesores quieren que los alumnos la lean; lo mismo podría decirse de Moby-Dick, Daisy Miller y una docena de otras novelas que son más profundas y hablan con más honestidad de la condición humana. Pero la gente sigue acudiendo a Drácula, Frankenstein y el Dr. Jekyll y Mr. Hyde, no como estudiantes, sino simplemente como lectores ansiosos de conocer a estos tres monstruos.
Sin duda, las películas tienen algo que ver. Investigando se descubren más de sesenta películas basadas en estas tres novelas (en realidad, puede que haya tres veces ese número o más; llegué a sesenta y tres y dejé de contar). Van desde la interpretación de Boris Karloff como el monstruo imperecedero de Mary Shelley en la versión de 1931 de El doctor Frankenstein (Frankenstein, James Whale) —una película que estuvo a punto de no hacerse por el malestar que provocaban las implicaciones sacrílegas de una criatura creada a partir de cadáveres— hasta permutaciones tan extrañas como La hija del médico y la bestia (Daughter of Dr. Jekyll, Edgar G. Ulmer, 1957) y Drácula negro (Blacula, William Crain, 1972), en la que el vampiro pasa a ser, como sugiere el título, un hombre negro. Las películas explican mucho, pero no todo.
Los tres libros abordan una de las mayores fascinaciones humanas: los secretos que es mejor no contar, las cosas que es mejor no decir. Sin embargo, Stevenson, Shelley y Stoker prometen contarnos el secreto, y lo hacen con mayor o menor éxito. Puede que sea esto lo que los ha mantenido vivos, y puede que sea esto lo que los ha hecho tan emocionantes (uno casi tiende a decir «vulnerables») para tres generaciones de cineastas. Cuatro generaciones si incluimos Nosferatu (Nosferatu – Eine Symphonie des Grauens, F. W. Murnau, 1922), la gran película muda alemana.
Además, cada uno de estos tres escritores se ha enfrentado a la idea del mal personificado de una manera diferente, y cada uno ha tenido éxito a su manera.
El mal en Frankenstein se sugiere en su subtítulo, «El moderno Prometeo». Prometeo, portador del fuego, acabó encadenado a una roca, con los ojos picoteados por los cuervos, castigado por robar lo que pertenecía a los dioses. Frankenstein tiene un final similar —no en el fuego, sino en el hielo— por su temeridad al usurpar el poder que solo pertenece a Dios: el poder de crear vida. El defecto fatal de Victor Frankenstein no es la locura; es la antítesis del estereotipo del «científico loco» que tan frecuentemente lleva su nombre en las películas. Su defecto es más bien el simple orgullo, unido a la desconfianza en la tecnología que parecen sentir los románticos de todas las épocas.
Se ha señalado que Frankenstein es probablemente la raíz de la ciencia ficción tal y como la conocemos hoy en día, pero eso es probablemente cierto solo en la medida en que la mayoría de la ciencia ficción de «utopía negativa» —de la que 1984 y Un mundo feliz son los ejemplos más distinguidos— surge de ella. El mal que se personifica en la horrenda creación sin nombre de Victor Frankenstein tiene su génesis en el tubo de ensayo; es una criatura engendrada por el conocimiento no regido por la ética. Y cuando el monstruo lo destruye todo a su paso en su decidida búsqueda de su creador, podemos entender bien el significado de una frase tan común como «¿Qué clase de Frankenstein hemos creado?».
El mal que Stoker crea en la persona del conde Drácula es exactamente lo contrario del creado por Mary Shelley. Frankenstein nos habla desde el principio del siglo XIX; Drácula nos habla desde el final. Y pocas veces dos obras demuestran de forma tan instructiva lo que puede ser un barómetro preciso del sentimiento y la literatura popular.
Bram Stoker está positivamente fascinado con la tecnología. El Dr. Seward lleva un diario fonográfico (que solo resulta ser un problema cuando quiere encontrar una entrada concreta en uno de sus discos), precursor del moderno dictáfono. Cuando Mina Murray Harker recopila los registros del pequeño grupo que se ha unido para luchar contra el vampiro, utiliza una máquina de escribir, un invento totalmente nuevo en aquella época. Van Helsing, el buen médico que habla un inglés macarrónico tan irritante, realiza no una sino cuatro transfusiones de sangre con gran aplomo (ochenta años después podemos apreciar la hilaridad involuntaria de esta serie de operaciones; sin la tipificación de la sangre, una de esas transfusiones habría matado casi con toda seguridad a la desafortunada Lucy Westenra), y más tarde trepana al loco Renfield. A su manera, Van Helsing ofrece un bonito contraste con Victor Frankenstein: ambos médicos, ambos brillantes, ambos adelantados a su tiempo. Pero Shelley ve a su brillante médico como un hombre peligroso e imperfecto; Stoker ve al suyo como gentil, divertido y finalmente heroico.
Frankenstein es una historia mística sobre la ética y lo que ocurre cuando el hombre se atreve a transgredir los límites del conocimiento. Stoker, en cambio, parece afirmar que no hay límites. El conocimiento y la tecnología no son aquí los males, sino los salvadores. El enemigo es un siniestro, astuto y antiquísimo vampiro, símbolo de todas las antiguas supersticiones de la humanidad. El remedio no es mucho más que el método científico, aplicado con entusiasmo. No está de más señalar, creo, que en este choque de ciencia y superstición, de lo ultramoderno y lo increíblemente antiguo, no son los artilugios y el trabajo detectivesco lo que nos fascina; es la espantosa aparición de las tres hambrientas vampiras que se disputan el derecho a «besar» a Harker; es la explosiva entrada del lobo en el dormitorio de Lucy; es el pensamiento de la «dama hermosa», espíritu no muerto de una hermosa mujer que ahora acosa a los niños pequeños en su terrible e insaciable hambre; y sobre todo es la sombra del propio conde, azotando a los caballos a través del paso de Borgo, dando la bienvenida a Harker a su castillo, merodeando por las calles de Londres y Whitby. A medida que Drácula se acerca a su centenario, el dictáfono de Seward, la máquina de escribir y la taquigrafía de Mina, y las operaciones de Van Helsing son divertidas del mismo modo que lo son algunos de los artilugios de un catálogo de Sears de principios de siglo. Se han quedado anticuados. Pero el conde conserva su capacidad de horrorizar; es realmente un no muerto, y no ha envejecido ni un solo día.
La historia de Robert Louis Stevenson difiere de las otras. La maldad del Sr. Hyde, que prefiere arrollar a una niña pequeña antes que detenerse o rodearla, es un mal que procede de la mente humana.
De nuevo, las películas son más un obstáculo que una ayuda para comprender la verdadera naturaleza de esta novela corta. Las películas se han empeñado en ver Dr. Jekyll y Mr. Hyde como poco más que una buena historia de hombres lobo; el doctor bebe la burbujeante y humeante poción, le crece un montón de pelo, unas cuantas verrugas, una sonrisa malvada, y sale a las calles neblinosas de Londres para divertirse y matar.
Pero lo que el libro nos ofrece es una «narración policial» (como dijo un crítico) de una personalidad esquizofrénica en proceso de degeneración final y completa. Si dejamos de lado el asunto de beber la poción (que el propio Stevenson describió como «muy abracadabra»), nos quedamos con el sombrío relato de la ruina de un hombre bueno a medida que su «naturaleza inferior» se impone.
Stevenson escribió su pequeña novela dos veces, como he mencionado antes. Evidentemente, primero la concibió como algo puro y simplemente «impactante». Pero su esposa quedó tan horrorizada que la reformuló como un relato ético, y tuvo un éxito admirable en su época. El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde fue aclamado desde muchos púlpitos como un ejemplo de los pozos negros que se esconden en la mente del ciudadano más respetado, y de las consecuencias de no mantener dichos pozos negros bien sondados con la oración y la piedad. En estos días, no somos tan propensos a ver el mal ensombrecedor como la ruina moral de un buen hombre, sino como un primer plano, casi al estilo de los tabloides, de un hombre cuyo intelecto se desgarra en dos. El mal de Mr. Hyde es una siniestra estrella oscura hacia la que el santo Dr. Jekyll es arrastrado a una velocidad cada vez mayor. El horror para un lector moderno es el horror universal de la degeneración mental.
Después de haber hablado brevemente del retrato del mal que se dibuja en cada uno de estos libros, sería conveniente volver al principio y reintroducirnos en las virtudes que poseen como novelas. Siempre ha habido (y probablemente siempre habrá) una tendencia a ver la ficción popular de ayer como documentos sociales —Charles Dickens es objeto de una gran cantidad de este tipo— o como tratados morales/lecciones de historia, como precursores de ficciones más interesantes, o como cualquier otra cosa que no sean novelas que se sostienen sobre sus propios pies, cada una con su propia historia que contar. Cuando los profesores y los alumnos discuten una novela como Frankenstein, El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde o Drácula en sus propios términos, es decir, como una pieza sostenida de arte e imaginación, la discusión suele ser demasiado breve. Los profesores tienden a detenerse en las deficiencias del estilo y la técnica, y los estudiantes tienden a centrarse en interesantes reliquias, tales como el diario fonográfico del Dr. Seward, la exagerada jerga tejana de Quincey P. Morris o las pociones del Dr. Jekyll.
He señalado de pasada que ninguno de estos libros se acerca a las grandes novelas de la misma época. Si pensamos lo contrario, solo tenemos que contrastar cualquiera de ellos con otro libro escrito durante el mismo periodo: Drácula y Jude el oscuro de Thomas Hardy, por ejemplo. Pero ninguna novela sobrevive solo por la fuerza de una idea o la novedad de un concepto. Drácula sigue resonando en la mente mucho después de que el más macabro y clamoroso Varney, el vampiro haya enmudecido; lo mismo ocurre con las obras de Shelley y Stevenson.
La concepción no es para la novela más (o menos) de lo que la fecundación es para el óvulo que se convertirá en un niño en el transcurso de la gestación. La creación de una buena novela —no importa lo de «grande»; aquí nos quedaremos con lo de «buena», y esperamos recordar que las buenas obras son solo un poco menos nobles que las grandes— es menos un acto de exaltado esfuerzo mental impulsado por una musa etérea que la tarea del fogonero que requiere energía bruta e invención infinita. Al igual que los alimentos que ingiere la madre nutren al feto; al igual que el carbón que atiza el fogonero impulsa el motor, la invención del escritor en todos los asuntos de la novela impulsa su creación. Si la madre come los alimentos equivocados, su hijo puede ser débil. Si el fogonero deja de atizar, el motor se detiene. Y si al novelista le falta invención, la novela muere. Queda enterrada bajo la marea de nuevas novelas de cada año.
Independientemente de lo que podamos decir de ellos, estos tres son supervivientes. Sus creadores —si se nos permite volver a la imagen del fogonero— han avivado cada libro con suficiente invención para convertir las novelas en oscuros motores de entretenimiento que nos llevan rápidamente a sus conclusiones.
Curiosamente, solo Robert Louis Stevenson fue capaz de avivar el motor con éxito más de una vez. Sus novelas de aventuras siguen siendo leídas, pero los últimos libros de Stoker, como La guarida del gusano blanco, y los últimos libros góticos de Mary Shelley han caído en una oscuridad casi total.
Cada libro es notable de alguna manera, no solo como una novela de terror o una historia de suspenso temprana, sino como un ejemplo de un género mucho más amplio: el género de la novela en sí.
Cuando Mary Shelley puede dejar de insistir en las implicaciones filosóficas del trabajo de Victor Frankenstein, nos regala poderosas escenas de desolación y horror, sobre todo, por supuesto, las silenciosas escenas polares cuando concluye la búsqueda de venganza del monstruo. La autora evoca la zona de Ginebra con notable acierto, sobre todo si recordamos que la conocía desde hacía poco tiempo cuando escribió Frankenstein.
De los tres, Bram Stoker nos ofrece las escenas de terror más destacadas. Puede que su libro sea excesivamente largo, pero durante su transcurso se nos recompensa, si es que se puede decir así, con piezas escénicas e imágenes dignas de Doré. Renfield esparciendo pacientemente azúcar en el alféizar de su ventana para atrapar las moscas que luego comerá con toda la paciencia de los condenados; la cicatrización de la frente de Mina con la oblea; la entrada en la tumba de Lucy. Cada una de ellas es inolvidable, y ninguna película ha hecho justicia a esas imágenes.
Dr. Jekyll y Mr. Hyde puede leerse solo por su estilo. Muchos críticos han objetado su brevedad: G. K. Chesterton lo calificó de «ligero», y Grant Knight dijo de Stevenson: «[Él] es lánguido y ligero. No tenía perspicacia. No era un pensador», pero nada menos que Henry James calificó el libro de «obra maestra de la concisión». Así es. La Regla 13 de composición de ese pequeño e indispensable manual, The Elements of Style, de Strunk y White, dice simplemente: «Omita las palabras innecesarias». Junto con La insignia roja del valor, de Stephen Crane, Otra vuelta de tuerca, de Henry James, y El cartero siempre llama dos veces, de James M. Cain, la historia de terror de Stevenson, de tamaño económico, podría servir como ejemplo de libro de texto para los jóvenes escritores sobre la mejor aplicación de la Regla 13 de Strunk. Las caracterizaciones son rápidas y precisas, bocetos a lápiz más que retratos al óleo (pero no caricaturas; no se puede leer Jekyll y Hyde y salir con esa sensación), las cuestiones de humor están implícitas más que establecidas, y la narración pasa volando. Si Drácula deja a uno con la sensación de haber sido fulminado por un enorme muro de horror de cuatrocientas páginas, entonces Dr. Jekyll y Mr. Hyde es como el repentino y mortal pinchazo de un picahielo.
Cada una de las novelas recompensa también de forma más retrospectiva. Frankenstein es la parábola consciente o inconsciente de Mary Shelley sobre la sensibilidad romántica; Frankenstein y su creación representan el yin y el yang de un mundo paradójico, que abarca la belleza y el horror, el florecimiento de la imaginación y la conciencia social, equilibrados por una gran capacidad de autodestrucción, una capacidad que puede verse en las vidas de casi todos los románticos, desde Percy Bysshe Shelley hasta lord Byron, y quizás hasta personalidades poéticas pero autodestructivas como Hart Crane o Sylvia Plath.
Drácula es un motor jadeante de la sexualidad tardía victoriana, una sexualidad apenas sublimada en violencia. El conde amenaza a Jonathan Harker, pero nunca le muerde; son las descripciones de sus atenciones a Mina y Lucy las que Stoker se entretiene en describir. Stoker reserva su prosa más seductora para las descripciones de la mordedura y la penetración ritual del vampiro. Es de suponer que Lucy Westenra se va a la tumba siendo técnicamente virgen, pero nunca podemos dudar de que Drácula le ha robado su virginidad de una forma más extraña, y que su mordisco le proporciona un placer onírico y orgásmico.
En El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, al igual que en Drácula y El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde, se nos ofrece una imagen diferente de la sociedad victoriana: una imagen manchada de tinta del lado más oscuro de la vida, más acorde con las habitaciones secretas y la pornografía oculta que con las damas y los caballeros que pasean decorosamente por el Serpentine de Hyde Park o que cortejan bajo la atenta mirada de una carabina. Con su prosa descarnada y sus indicios de borracheras, violencia y corrupción oculta, Jekyll y Hyde presagia a Jack el Destripador, recorriendo los barrios bajos de Londres y asesinando a las prostitutas de Whitechapel ebrias de ginebra. Con su interés por la doble personalidad, el libro de Stevenson, incluso más que el de Stoker, insinúa la otra cara de la moneda.
Terminaré esto donde empecé: con la maravilla y el terror que estos tres grandes monstruos siguen produciendo en las mentes de los lectores. La faceta más olvidada de cada uno de ellos puede ser que consigue sobrepasar la realidad y saltar a un mundo de fantasía total… pero en el salto no nos dejan atrás sino que, de alguna manera, mágica y maravillosa, hacemos el viaje de nuestras vidas. Y esto, al menos, excede lo «bueno». Es una gran hazaña.
Stephen King
Bridgton, Maine
Referencias
King, S. (diciembre de 1978). «Introduction» en ‘Frankenstein’, de Mary Shelley; ‘Dracula’, de Bram Stoker; ‘Dr. Jekyll and Mr. Hyde’, de Robert Louis Stevenson. Signet Classic.
Buuufff...excelente ensayo (si podemos denominarlo así) el realizado por el Maestro. Óliver, quería aprovechar este espacio (no sé si será el más adecuado) para hacerte una consulta que no tiene que ver con el post...Se trata de la saga de "La Torre Oscura", la cual tengo intención de leer. He visto que hay muchos vídeos y artículos que hacen referencia a "guías de lectura de la saga", pero claro, confeccionadas según la opinión de sus autores por lo que hay variaciones. ¿Tu tendrías alguna propia en particular, o me aconsejarías "acudir" a alguna en concreto? ¿O simplemente recomendarías leer los tomos que componen la serie y nada más? Lo digo porque en esas listas se comenta que sería bueno leer, también, otras obras del autor, siguiendo un supuesto orden, porque incluyen referencias más o menos importantes que influyen en la serie. Gracias de antemano, un saludo!
Cómo lo he gozado. Muchas gracias por compartirlo. Menudo joyero estáis montado aquí.