Introducción a «Secret Windows», por Peter Straub
El coautor de «El Talismán» analiza la escritura de su amigo Stephen King
Introducción escrita por Peter Straub, colaborador y amigo de Stephen King, y publicada originalmente en Secret Windows: Essays and Fiction on the Craft of Writing en octubre de 2000. Traducción de Diego Munguia.
Enfrentémonos de inmediato a una posible situación embarazosa o, al menos, a lo que podría parecer un conflicto de intereses. En este libro complementario de Mientras escribo [habla de Secret Windows], mi nombre aparece lo bastante a menudo como para sugerir que Stephen King podría haber adoptado el sistema de remuneración perfeccionado por el difunto Pee Wee Marquette, un diminuto caballero con voz de claxon, empleado hace mucho tiempo por un club de jazz llamado Birdland para anunciar los nombres de los músicos en el escenario, y que realizaba alegremente esta función siempre que los músicos en cuestión le dieran un par de pavos. En «Ficción de horror», extraído de la reflexiva Danza macabra, King dedica una larga serie de páginas a Fantasmas, una novela que escribí en mi juventud. En el transcurso de la entrevista de 1998 en el Royal Festival Hall, King responde a una pregunta sobre el erotismo poco característico de Un saco de huesos aludiendo a un antiguo comentario mío, hecho en su presencia, sobre que «Stevie aún no ha descubierto el sexo». (También me llama «un buen amigo» y menciona que una vez se perdió mientras intentaba encontrar mi casa en Crouch End, Londres N8, una experiencia que le resultó tan inquietante que escribió una historia en la que ese pequeño y amable rincón de Londres se transforma en un infierno lovecraftiano). Mi nombre también aparece en un par de artículos más. Con el sistema de Pee Wee Marquette, todo esto me habría costado una cantidad inimaginable de dinero, una fortuna incalculable, probablemente algo así como veinticinco pavos.
Por supuesto, no me ha costado nada, aunque no me cabe duda de que muchos de los colegas escritores de King estarían encantados de darle un par de dólares por pronunciar sus nombres en el tipo de ocasiones que representan las piezas de esta colección. El mero hecho de que exista este libro demuestra la extraordinaria popularidad de Stephen King y la influencia de sus palabras y opiniones en el público lector. Es uno de los poquísimos novelistas vivos —entre ellos, Tom Clancy y John Grisham— con una masa de seguidores tan devota que sus miembros individuales pueden ser llamados «Lector Constante», y el único que realmente lo hace.
La costumbre de King de dirigirse directamente al lector es digna de mención por varias razones. Todo escritor bendecido con un enorme y auténtico público lector, formado por personas que compran cada nueva obra de ficción suya a medida que sale de las imprentas, que compran cualquier cosa que lleve el nombre de su autor favorito estampado en la cubierta y que, de hecho, han estado comprobando sus calendarios y haciendo cola en la librería para acosar a los dependientes sobre el día y la hora exactos de la llegada del último tomo, se ha ganado esta devoción dando a los fans precisamente lo que más desean. Si lo que quieres es acción patriótica envuelta en las sutilezas del armamento de alta tecnología, te compras el nuevo de Tom Clancy; si lo que buscas es una entretenida y caótica historia con muchos abogados, te compras el nuevo de Grisham. (La fórmula de Clancy es tan impersonal que ha sido subcontratada con éxito a los otros escritores responsables de la serie «Clancy’s Psy-Ops»; John Grisham realizó una hazaña muy diferente pero no menos difícil, la de ir mejorando a medida que avanzaba sin alienar a sus admiradores). En cuatro o cinco ocasiones en el presente libro, Stephen King se detiene para explicar que, en el fondo, realmente le gusta asustar a la gente, por extraño que pueda sonar, y podríamos suponer fácilmente que sus millones de fans compran fielmente sus libros porque disfrutan asustándose.
Es cierto que a King le gusta la idea de asustar a la gente: mientras rodaba la película La rebelión de las máquinas, me dijo que quería que el público saliera de los cines con azufaifas en el pelo.1 Y a mucha gente le gusta condimentar su vida con dosis controladas de miedo seguro y manejable. Sin embargo, King siempre ha buscado algo más grande que Clancy, Grisham o cualquier otro autor de marca superventas, y dejó de escribir ficción de terror inmediatamente clasificable hace dos décadas, con La zona muerta. Desde entonces, su obra ha rebotado de género en género, pasando por la fantasía (los libros de La torre oscura y Los ojos del dragón), la ciencia ficción (Tommyknockers), la ficción popular (Misery, El juego de Gerald y Dolores Claiborne) y la historia de madurez (El cuerpo). También se aleja de cualquier género conocido en excursiones míticas y alocadas como Insomnia y El retrato de Rose Madder. Por supuesto, cada una de estas novelas fue clasificada como terror inmediatamente después de su publicación, porque así son los críticos: piensan en términos de categorías y líneas rectas y una vez que te han etiquetado, es como si te hubieran marcado, porque llevarás esa etiqueta para siempre. Dejando a un lado por un momento la cuestión de las grandes ambiciones de King, que son sólidas, y concediendo que su público se ha acostumbrado a asumir que su principal objetivo es producir terror como Danielle Steel distribuye melaza, podríamos considerar a los muchos otros autores de terror de confianza que ahora andan ocupados escribiendo y preguntarnos por qué sus carreras no son tan espectaculares como la de Stephen King.
La respuesta obvia, mérito o calidad, no es útil, ya que algunos de estos escritores, como Jack Ketchum, Thomas Tessier, Ramsey Campbell y Graham Joyce, son profundamente persuasivos, a su manera individual tan buenos como puede serlo cualquier escritor. En su introducción a La chica de al lado, Steve describe a Ketchum como «una especie de héroe para los que escribimos historias de terror y suspense […] Su obra vive de una forma a la que el trabajo de estos colegas literarios más conocidos ni siquiera puede acercarse; estoy pensando en novelistas tan dispares como William Kennedy, E. L. Doctorow y Norman Mailer». (Un poco más tarde, comenta que «aparte de la poesía, la novela de suspense ha sido el medio de expresión artística más fructífero en Estados Unidos en los años posteriores a Vietnam», un comentario arraigado en un punto de vista fundamental para nuestras preocupaciones actuales). Si la obra de Jack Ketchum es más vibrante, más viva que la de Kennedy, Doctorow o Mailer, ¿por qué no ha alcanzado su popularidad, si no la de King, para quien es «una especie de héroe»? Por supuesto, esos tres escritores tampoco estuvieron nunca cerca de alcanzar el nivel de popularidad de King. A pesar de todas sus indiscutibles virtudes, no fueron capaces de conectar, o no les interesó conectar, con sus lectores tan directamente como King, con su inmediatez estelar. Cuando este escritor habla al «Lector Constante», legiones de personas se lo toman como algo personal. Miran la frase y ven sus propios nombres.
La palabra clave para el acercamiento de King al lector solía ser «accesibilidad», pero «inmediatez» suena más cierto. Robert B. Parker y Lawrence Block son totalmente accesibles, pero ninguno de ellos parece levantarse de la página y pasar un brazo por encima de los hombros del lector, como hace King. Por sus propias razones —la adhesión de Parker a un modelo chandleresco hard-boiled muy modificado, el esteticismo de Block— adoptan otras posturas. En el caso de King, la ilusoria obliteración de la inevitable distancia entre narrador y lector es un gesto instintivo que crea un tono sociable y paternal. Podríamos decir, el tono de un narrador puro, sin pretensiones hasta la médula, aparentemente desinteresado, emocionalmente incapaz de mentir y, por tanto, totalmente digno de confianza. Esta voz es una de las invenciones más potentes de King y puede ser parte de lo que tenía en mente cuando me dijo, en dos o tres ocasiones a principios de los ochenta, que siempre supo que tenía una gran caja registradora en la cabeza, y que todo lo que tenía que hacer era averiguar cómo funcionaba. (Ya hablaremos de las cajas registradoras más adelante). Tomemos como ejemplo el párrafo de dos frases que aparece al principio de la tercera obra de este libro, el prólogo de El umbral de la noche.
Hablemos, tú y yo. Hablemos del miedo.
Con su deliberada repetición de las dos primeras palabras, su ritmo deslizante pero insistente y su paso de la contracción coloquial de «Let’s» [en el original: Let’s talk, you and I. Let’s talk about fear] al abrupto choque del sustantivo final, esta floritura es literaria hasta la médula. Podríamos estar escuchando un bonito carraspeo introductorio por parte de algún gran director de escena victoriano como Thackeray o Wilkie Collins. Sin embargo, estas dos frases cortas no suenan nada literarias porque representan la más amistosa de las comunicaciones, la invitación. Las dos frases siguientes amplían la invitación dándonos la bienvenida a la casa del escritor:
La casa está vacía mientras escribo esto; fuera cae una fría lluvia de febrero. Es de noche.
En el párrafo siguiente, nuestro anfitrión nos lleva a la cocina, nos sirve una bebida, nos da un cuenco de frutos secos, se arremanga y se pone confidencial de una manera discreta y muy poco amenazadora.
Me llamo Stephen King. Soy un hombre adulto con esposa y tres hijos. Los quiero, y creo que el sentimiento es recíproco. Mi trabajo es escribir, y es un trabajo que me gusta mucho. En este momento de mi vida parezco estar razonablemente sano. En el último año he podido reducir mi hábito de fumar cigarrillos de la marca sin filtro que fumaba desde los dieciocho años a una marca baja en nicotina y alquitrán, y todavía espero poder dejarlo del todo. Mi familia y yo vivimos en una casa agradable junto a un lago relativamente poco contaminado de Maine; el otoño pasado me desperté una mañana y vi un ciervo en el césped de atrás, junto a la mesa de picnic. Tenemos una buena vida.
De acuerdo. Así que aquí está un tipo trabajador llamado Stephen King, que tiene una familia, una buena casa, y un trabajo satisfactorio del tipo lector de contadores o reparación de silenciadores, excepto que implica la escritura. Él podría vivir dos casas más abajo de la calle en el estado de Maine. El asunto de la bebida, las nueces y las mangas remangadas es su reconfortante distancia del miedo, la palabra menos importante del primer párrafo, pero una notable cantidad de malestar asoma por detrás de la comodidad. Cualquier afirmación parecida a «Soy un hombre adulto…» evoca instantáneamente su propia contradicción al aportar un «no» silencioso, especialmente cuando la afirmación es ajena. (¿La mujer y los tres hijos no le convierten automáticamente en adulto?). «Parece» estar «razonablemente sano». Aunque su hábito de fumar (ya vencido) representa la amenaza de muerte por cáncer. El bonito lago sólo está «relativamente» libre de contaminación. El miedo ya se ha colado en la conversación, porque este hombre sencillo y hogareño, nuestro anfitrión, no ha tenido más remedio que dejarlo entrar.
Aunque la mayoría de los lectores y un número sorprendente de escritores acarician una versión literaria del libre albedrío, muy pronto King comprendió que el tema selecciona al escritor y no al revés. Este determinismo es experiencial, no pesimista, y realista, no fatalista. Se basa en un profundo sentido común, como el sentido del humor. King sabe que la única respuesta sensata a la pregunta de por qué desea derrochar su talento en temas como mujeres maltratadas y automóviles poseídos es, como dice aquí, «¿por qué supones que puedo elegir?».
La idea de haber sido elegido se extiende tanto a la escritura, descrita primero como un «hobby» y luego, más francamente, como un «comportamiento obsesivo», como a sus principios estéticos subyacentes. King nos dice: «Mi obsesión es lo macabro, y no soy un gran artista, pero siempre me he sentido impulsado a escribir». «Siempre»; «impulsado»; un rastro casi indetectable de miedo planea sobre estas palabras. ¿Qué pasaría si un día descubriera que no puede escribir? y, si no fuera porque King las desmiente sin rodeos, parecerían apuntar a una concepción convencionalmente romántica de la creatividad artística. Pero King, para quien la verdad es una cuestión complicada y esencial, no hace más que dedicarse a la inusual tarea de contarla tan bien como sabe, y lo que realmente está señalando sale a la luz con la autoridad de una profunda convicción:
Toda mi vida como escritor he estado comprometido con la idea de que en la ficción el valor de la historia domina sobre cualquier otra faceta del oficio del escritor; la caracterización, el tema, el estado de ánimo, ninguna de esas cosas es nada si la historia es aburrida. Y si la historia te atrapa, todo lo demás se puede perdonar.
King no está bromeando: no sólo está siendo lo más directo y honesto posible, sino que defiende una estética basada en la honestidad y la franqueza. Lo que él llama «valor de la historia» es la base de toda aventura narrativa, el cimiento sobre el que se construye todo lo demás. Fundamentalista a ultranza al menos en este aspecto, King no tiene paciencia con los escritores que dan prioridad a la técnica, el estilo de un tipo u otro, el juego temático, el despiste, la ambigüedad o incluso la profundidad de la caracterización a expensas del elemento más básico de la narrativa. Lo más importante es la historia, la historia, la historia. Una historia vital y entretenida hace irrelevante una escritura mala o torpe. Supongo que eso significa que Sister Carrie tiene más validez que Las alas de la paloma y que El buen soldado no puede medirse con El cartero siempre llama dos veces. No puedo estar de acuerdo con este sistema de valores, pero tampoco tengo ningún problema con él. Los escritores y las obras de ficción deben ser considerados por sus propios méritos internos, no clasificados como jugadores de tenis, y en cualquier caso King se ha limitado a invertir el concepto convencional e inherentemente restrictivo del valor literario, lo que está más que autorizado a hacer.
Un breve pasaje del ensayo «Turning the Thumbscrews on the Reader» recoge un tema del prólogo de El umbral de la noche, la negativa de King a definirse como «gran artista», y lo empuja hacia una declaración explícita de su significado implícito.
No soy un gran escritor. Si tengo alguna virtud es que lo sé. No tengo la habilidad de escribir una prosa deslumbrante. Todo lo que puedo hacer es entretener a la gente. Me considero un escritor norteamericano.
Esta última y sorprendente frase nos permite parafrasear este pasaje de la siguiente manera:
Mi mayor virtud es que sé que no debo eludir mis responsabilidades con el inútil ejercicio de intentar escribir prosa elegante. Entretengo a la gente ofreciéndoles buenas historias que tratan del contenido de la vida ordinaria norteamericana, lo que está en la mejor y más verdadera tradición de la ficción norteamericana.
Es decir, la tradición de Frank Norris, el naturalista estadounidense de finales del siglo XIX y autor de McTeague, a quien King elogia dos veces en esta colección. Al igual que Norris, a King le absorben las tuercas y tornillos de las vidas ordinarias norteamericanas, aquellas definidas por la «iconografía» de «urbanizaciones, cenas frente a la tele y McDonald’s». La prosa ostentosa es la provincia de la decadencia desarraigada; la historia, la carne y las patatas de la ficción, democratiza radicalmente todo lo que toca. King sabe perfectamente que puede escribir una prosa deslumbrante siempre que se requiera deslumbramiento. He aquí algunos ejemplos:
El cálido viento de octubre soplaba con fuerza y grandes matices de luz y sombra parecían atravesar el mundo.
—La zona muerta
El agujero se abrió y Paul miró a través de él lo que había allí, sin darse cuenta de que sus dedos se aceleraban, sin darse cuenta de que sus doloridas piernas estaban en la misma ciudad pero a cincuenta manzanas de distancia, sin darse cuenta de que estaba llorando mientras escribía.
—Misery
No viene aquí a adorar ni a rezar, pero tiene una sensación de rectitud y ritualidad al estar aquí, una sensación de deber cumplido, de renovación de algún pacto no declarado.
—El retrato de Rose Madder
Y mi favorita, esta extraordinaria observación de la aterrorizada víctima del ataque de un enorme perro enloquecido:
La luz de las estrellas recorría los ojos locos de Cujo en semicírculos opacos.
—Cujo
La primera vez que leí eso, me olvidé de respirar durante un par de segundos. Poco después de terminar el libro, escribí a Steve que Cujo era un excelente ariete, si tenías algo que te apetecía golpear, pero desde entonces recuerdo esa frase. Puede que no sea una prosa deslumbrante, exactamente, pero hacer que tu asustada protagonista contemple el movimiento de la luz de las estrellas reflejada en los ojos de su enloquecido atacante representa un puro acto de imaginación, y si tales proezas visionarias no informan la concepción que uno tiene de una prosa superior, la concepción es insuficiente.
Como al principio, el prólogo de El umbral de la noche termina con una invitación. En un bonito toque de artesanía, hace referencia al principio antes de conducir al Lector Constante a comprometerse con el contenido del libro de una manera que combina la tranquilidad con una amenaza bien modulada.
El lugar donde me encuentro aún está oscuro y lluvioso. Es una excelente noche para ésto. Hay algo que os quiero mostrar, algo que quiero que toquéis. Está en una habitación no lejos de aquí…, en verdad, está casi a la misma distancia que la próxima página. ¿Vamos allá?
Por supuesto que iremos, pues la siguiente habitación es el verdadero interior de la casa, su centro, el taller de nuestro anfitrión. Los relatos breves que contiene el taller son la razón por la que compramos el libro, pero además de eso, en el párrafo que precede a su invitación final King ha cimentado el vínculo entre nosotros al dar las gracias, con su característica franqueza.
Todos y cada uno de los lectores que alguna vez han soltado la pasta para comprar algo de lo que he escrito. En muchos sentidos, este libro es vuestro, porque sin vosotros no habría sido posible. Así que gracias.
Nos da las gracias por comprar nuestro billete de entrada. El libro que vamos a leer es nuestro libro, y de no ser por nosotros nunca se habría escrito. Intérpretes de cierto elenco (pre-MTV) como Tony Bennett y Rosemary Clooney terminan invariablemente sus espectáculos diciendo: «Habéis sido un público estupendo», una afirmación que agrada y calienta a cada multitud sucesiva de espectadores a pesar de que éstos saben que Tony y Rosie dijeron lo mismo la noche anterior, cuando otras personas ocupaban sus asientos. Marilyn Manson y Trent Reznor, estoy seguro, rara vez dicen a sus fans que han pagado que han sido geniales, pero Frank Sinatra y Duke Ellington siempre lo hicieron, y lo mismo hacen todo tipo de músicos de jazz cuya obra, a pesar de toda su punzante inmediatez, puede resultar menos accesible para un público general.
Los escritores, en cambio, nunca hacen este tipo de cosas. Dan la mano y murmuran gracias en las firmas de libros, y hasta ahí llegan. Cuando se les pide, se les soborna o se les obliga, los escritores dicen a otros escritores lo geniales que son en las introducciones y epílogos de las obras de pequeñas editoriales, añadiendo así valor a los libros en cuestión, pero la comunicación directa de escenario a público o, en este caso, de escritorio a sillón, se suele considerar fuera de los límites, un «no» absoluto. Se siente ligeramente indigno, ya que se supone que la ficción se defiende por sí misma. Además, destruye la misteriosa pero crucial cuarta pared, la que impide que la chusma pisotee el taller. La despreocupación de King por la típica formalidad establece una intimidad sin precedentes entre él y sus lectores. Uno de los efectos de esta intimidad ha sido que sus fans se sienten tan cerca de él como los de J. D. Salinger de su ídolo, de hecho tan cerca que King tuvo que levantar una alta valla de hierro alrededor de su propiedad en Bangor para evitar que la gente entrara por la puerta principal con cajas de libros que deseaban que les autografiara, preferiblemente con una inscripción de camaradería.
Otra consecuencia de esta intimidad ha sido la profunda lealtad de los lectores de King. Sus expresiones de gratitud resuenan con una sinceridad tan genuina como la de Liberace, que tras desfilar por el escenario con un abrigo de armiño hasta el suelo y dar vueltas ante un coro de suspiros de admiración solía decir: «¿Os gusta? ¡Me lo he puesto para VOSOTROOOS!», y lo decía en serio. Las mujeres de mediana edad y las ancianas del público sabían que el caballero vestido con pieles y adornado con joyas que tenían delante, que había empezado como un chico de clase trabajadora de Milwaukee, estaba encantado de compartir su éxito con los fans que lo habían hecho posible. No es difícil imaginar a Liberace diciendo algo así como: «Tengo suficiente sentido común para reconocer que no soy un gran pianista, pero sé cómo entretener».
Lo que está en juego es un populismo de granito que inspira identificación. Steve King viste camisetas en lugar de abrigos de armiño hasta el suelo y, aunque posee muchas chaquetas deportivas, su magia sartorial las convierte en carne de reventa en cuanto mete los brazos en las mangas. Tiene otras maneras de compartir su éxito, de las que se siente justificadamente orgulloso, y el ensayo sin precedentes titulado «On Becoming A Brand Name», originalmente una introducción a un examen crítico de su obra, las expone a la vista.
El éxito es una validación insuperable, una proposición que es válida en todas partes excepto en los círculos artísticos. The Dave Brubeck Quartet cayó en desgracia ante la crítica poco después de que Brubeck apareciera en la portada de la revista Time (Paul Desmond, saxofonista alto del cuarteto y músico más vital, dijo: «Antes tocábamos para los aficionados al jazz, ahora sólo tocamos para la gente»). La reputación literaria de Somerset Maugham declinó implacablemente a medida que más y más gente compraba sus libros, y para cuando se quejó de estar en «la primera fila de los segundones», la mayoría de los críticos lo habían relegado de hecho a la tercera o cuarta fila, donde moran los hacedores de novelas mediocres. Ahora bien, Brubeck siempre fue un pianista de jazz mediocre, e incluso en sus mejores momentos Maugham nunca fue más que un segundón extremadamente habilidoso, pero Paul Desmond, muy grande e idiosincrásico, fue manchado con la misma brocha que su compañero empleador y no obtuvo el reconocimiento adecuado de la crítica hasta años después de su muerte. En las artes, la popularidad comercial no tiene relación directa con la calidad, pero tampoco, a pesar de todas las pruebas en contra, garantiza la inferioridad. Esta suposición, de que el éxito es sinónimo de meretricio, ha perseguido a King durante toda su vida de escritor y subyace en gran parte de la actitud de indiferencia que expresa aquí y allá en este volumen.
(El más divertido de los episodios de modestia se produce en «How It Happened»:
No soy un novelista brillante, no soy Graham ni Paul Bowles. […] Soy un narrador, mis virtudes son la honestidad, la buena intención y la capacidad de entretener a personas de mi mismo nivel intelectual.
¿Stephen King para tontos, ahora disponible en su megacentro comercial local? El hecho es que Steve es una de las personas más inteligentes que he conocido, una de las personas más inteligentes del planeta, y sabe que decir cosas como ésta mantendrá a raya a los críticos categóricos, aunque sirva de consuelo a sus fans. Aun así, la ecuación escrita más arriba no puede sino irritarle, y aquí se pueden encontrar varios pasajes en los que se permite soltar alguna parrafada).
Los escritores abren sus libros de cuentas en público incluso más raramente de lo que agradecen sacar la cartera, y la franqueza de King en «On Becoming A Brand Name» haría que este ensayo resultara inquietante si no fuera por la desenfadada confianza de su voz. Debería llamarse «Con cifras». No se me ocurre otro novelista, especialmente uno mundialmente famoso, que abriera su propia historia profesional tan a fondo. El ensayo, dice King: «Es un intento de explicar cómo sucedió que gané mucho dinero escribiendo novelas sobre fantasmas, telequinesis, vampiros y el fin del mundo». En cualquier caso, el éxito es una validación segura de sí mismo, y King se enorgullece de sus capacidades como probado sostén de la familia. Como deja claro el ensayo, no empezó así: es tan honesto sobre las condiciones de su temprana penuria como sobre el tamaño de los cheques que le rescataron de ella.
Los instintos de King dan, como suele decirse, en el clavo. Debemos saber que en el primer año de su matrimonio tenía una hija pequeña y un trabajo de 60 dólares a la semana en una lavandería, y que su esposa, la gloriosa Tabitha Spruce King, llegaba a casa de su turno en Dunkin’ Donuts «oliendo como un cruller». Cuando por fin consiguió un puesto de profesor de 6400 dólares al año, su familia, que para entonces ya era de cuatro miembros, ocupaba una caravana. Bebía demasiado, no podía pagar las facturas y se quedó sin teléfono. Escribió cuatro novelas inéditas. Cuatro. Imagina el esfuerzo incesante, a duras penas una hora, cuando ya había corregido los trabajos y los niños se habían dormido; imagina los miles de folios de papel barato para mecanografía que cargaba en la vieja Underwood, con una cinta que cada día se hacía más gris y débil. Imagina la fuerza de voluntad. Imagina la angustia acumulada. (No me extraña que a King le guste Frank Norris. Cuando piensas en su vida en aquella época, puedes oler los pañales sucios, por no mencionar el hedor de la desesperación). King llegó a su populismo honestamente, y su satisfacción por poner comida en la mesa se la ganó a pulso. Nadie que se haya criado en la pobreza, como King, y que haya soportado la pobreza a una edad temprana, puede (1) olvidarlo jamás; (2) ganar nunca suficiente dinero; (3) creerse alguna vez mejor que los demás sólo porque finalmente haya ganado mucho.
King nos da el importe de sus anticipos por sus cuatro primeras novelas publicadas (2500 dólares por la edición en tapa dura de Doubleday de Carrie, 400 000 dólares por su nueva reedición en rústica de la New American Library), sus cifras de ventas, los puestos alcanzados en las listas de superventas, y los precios en ediciones de tapa dura y blanda. Describe los orígenes de las novelas, respondiendo así de una vez por todas a la eterna pregunta: «¿De dónde sacas las ideas?». Todo el interminable y privado proceso de concebir una novela, empezar a escribir, perder la fe, volver a intentarlo, abandonar, volver a intentarlo, hablar las cosas con tu compañero más cercano, tener repentinos descensos de inspiración, tratar con los editores y las caprichosas veleidades de las editoriales, aparece desde una perspectiva siempre a nivel del mar, centímetro a centímetro, como si lo pintara Jan van Eyck. El relato de King sobre su trabajo con el brillante editor de Doubleday Bill Thompson es una de las mejores descripciones de la peculiar relación editor-autor que he leído jamás. Del trabajo inicial de Thompson en Carrie, King dice:
[Sus] ideas funcionaban tan bien que resultaba casi onírico. Era como si hubiera visto sobresalir de la arena la esquina de un cofre del tesoro y hubiera clavado infaliblemente estacas en los límites probables de la masa enterrada.
Sé que es cierto, porque unos años más tarde Bill Thompson emigró a Putnam, donde hizo la misma brujería con uno de mis libros. Cuando supe que Bill iba a ser mi editor, llamé a Steve para consultarle. Me dijo: «Bill ve lo que está mal y sabe cómo arreglarlo». Ningún escritor puede pedir más a un editor, y la mayoría se conforma con mucho menos.
«On Becoming A Brand Name» democratiza el proceso de escritura y publicación mediante una desmitificación radical. King levanta el capó y nos deja ver el motor en funcionamiento. Describe almuerzos editoriales, conferencias con el director artístico de New American Library y las realidades nada glamurosas de la vida de un novelista en activo. En palabras que deberían figurar en la pizarra al principio de cada curso de escritura creativa, ya sea de licenciatura o parte de un postgrado, escribe: «Tienes un horario bastante regular, es decir, si quieres hacer algo». La suposición fundamental de este comentario es que escribir ficción es un trabajo como cualquier otro, y que debe hacerse honradamente y bien. Y la base de tal convicción es que la escritura hecha honestamente y bien tiene su propio peso, independientemente del género o de la (vulgar) popularidad. En voz baja, al nivel de las frecuencias más bajas, King está ofreciendo una refutación implícita a una noción que considera elitista e insultante, según la cual la ficción comercial de éxito debe ser, por definición, inferior a la ficción de otro tipo. La veracidad —la veracidad de un tipo específico— otorga autenticidad, fuerza y dignidad a cualquier obra de ficción, cree King, y un escritor comercial popular se enfrenta a una mayor tentación de falsear que sus colegas más «literarios», debido a su conciencia de cómo un giro o cambio de dirección artificial gratificaría a su público, si lo impusiera a la historia viva.
La verdad es un concepto cargado para los escritores de ficción, que siempre son conscientes de que su ocupación consiste en decir una mentira flagrante tras otra. En una conferencia en Florida en la que fui invitado de honor hace unos años, mencioné en el transcurso de mis laboriosas vaporizaciones posteriores al almuerzo que nada de lo que dijera debía tomarse muy en serio, porque al fin y al cabo me ganaba la vida mintiendo. (Inconscientemente, estaba citando a Steve King. Una década antes, nuestras familias se habían reunido en Boston para pasar juntas el Día de Acción de Gracias, y en un momento dado, mientras todos salíamos del hotel para pasear por el acuario, Joe, el hijo de Steve, me preguntó quién creía que era la persona más grande que había existido. «Es un cara o cruz», le dije. «O Louis Armstrong o Warren Spahn. Es difícil distinguirlos». Con una mirada desafiante hacia mí, Steve dijo: «Recuerda, Joe, ese hombre se gana la vida contando mentiras»). Cuando por fin me callé y me alejé del podio, Brain Aldiss, que mide varios centímetros más que King y unos treinta centímetros más que yo, además de ser el doble de distinguido que cualquiera de los dos, se acercó a mí, con aspecto aún más disgustado que Steve aquel día de noviembre en Boston. «¿Qué quieres decir con que mientes para ganarte la vida? ¿No estás de acuerdo en que estamos hechos para decir la VERDAD?», tronó Brian. Le aseguré, sin ánimo de contradecirme, que sí estaba de acuerdo, por supuesto.
La respuesta a este enigma reside en la diferencia entre invención y descubrimiento. Supongamos que estás comenzando el tercer capítulo de una novela titulada Death in Ventura, o tal vez The Magic Mole Hill, sobre el descenso a la delincuencia y la mala salud de un pobre tipo llamado Hansi Ashbach. Hansi inició su larga cuesta abajo en el capítulo anterior, el número dos, en el que no dejó propina al camarero que le sirvió el choucroute garni del almuerzo y dio deliberadamente las indicaciones equivocadas a un monje tibetano lisiado. Ahora está listo para el terrorismo a una escala ligeramente mayor. En la mano izquierda lleva una bolsa de plástico con medio kilo de carne picada y una cajita de veneno para ratas. Hansi se siente un poco mareado, y tú también. Sabes lo que va a ocurrir en el gran clímax, cuando Hansi escapa salvajemente de la sala del hospital donde su enfermedad le ha llevado, y sabes lo que ocurre al final, cuando Hansi muere al atardecer en la playa de Ventura, tosiendo débilmente mientras desde las profundidades de una silla de playa plegable contempla a una joven y fornida jugadora de voleibol. Todo lo que tienes que hacer es resolver las partes intermedias.
Esta es tu gran oportunidad. Lo sientes en tus huesos, en tus entrañas. Hasta ahora, has publicado poco: dos relatos en Internet, otro en una revista de terror para fugitivos llamada Lo que sea que estés haciendo ahí arriba, ¡déjalo ya! y un poema en la revista de literatura de la universidad. Pero este libro… chico, si no la cagas, este libro te va a cambiar la vida. Conseguirás un agente famoso, como Lynn Borchardt o Georges Nesbit, que enseguida lo venderá por medio millón de dólares de adelanto a una editorial famosa como Farrar, Simon & Collins o Harper, Holt & Giroux. George Spielberg comprará los derechos cinematográficos por dos millones de los grandes incluso antes de que salte a la lista de los libros más vendidos.
Has capturado un rayo en una botella, ¡tienes un tigre con correa! A partir de ahora, ¡la vida va a ser cócteles con John Amis e Irving Theroux, cenas amistosas con Stephen Koontz, Clive Dean y Anne Rampling!
Capítulo tres, tecleas en la parte superior de tu pantalla, tratando de imaginar lo que Hansi hace a continuación. ¿Qué está haciendo? Caminando por la calle, de camino a casa de su examiga, Gretel, a cuyo bull terrier, Maximillian, babeante, de ojos reumáticos y equipado con un abanico, pretende sacar de su miseria. Teclear, teclear, teclear. En una serie de pequeños y hábiles golpes, llevas a tu trágico protagonista calle arriba hasta el final de la manzana, donde, por alguna razón, te das cuenta de la presencia de una atractiva joven con pantalones capri y camiseta sin mangas, de espaldas a tu protagonista, en el bordillo de la acera y esperando a que cambie el semáforo. Los coches pasan a toda velocidad. Hansi avanza y se acerca a menos de medio metro de la joven, que sigue mirando fijamente hacia delante.
Sabes de corazón que es demasiado pronto para que Hansi asesine a alguien. Estas cosas hay que prepararlas, hay que construirlas. Por otro lado, tarde o temprano va a empezar a matar gente, y podría empezar por una joven guapa con pantalones capri. Por otra parte, los lectores, al menos los lectores a los que quieres atrapar, disfrutan con los asesinatos; cuanto más sangrientos, más divertidos; no hay más que ver la carrera de Thomas Barker King-Harris, por el amor de Dios. Tecleas y Hansi levanta la mano, no la que sostiene la bolsa de plástico, la otra. Levantas tus propias manos, miras fijamente el teclado y vuelves a tocar las teclas.
Si lo que escribes es:
Hansi mete el labio inferior entre los dientes delanteros y empuja con la mano la tela cruzada del top de tirantes, empujando a la chica del bordillo hacia el tráfico.
Estás inventando, y si alguna vez consigues que publiquen tu libro, será a través de una empresa escandalosa, avariciosa y de baja estofa llamada algo así como Donner Pass Press, y malgastarás tu anticipo de dos mil dólares en crack y acabarás viviendo en la calle. Si, por el contrario, escribes:
Hansi mantiene su mano a cinco centímetros del tirante de su top y observa cómo tiembla como un ratón acorralado por una serpiente. La chica suspira y cambia su peso a un pie, provocando una sutil desalineación como una suave curva de pizarra en las hendiduras de la columna vertebral en la piel bronceada que sale de la cinturilla de sus pantalones capri. Una corriente, una serie de chispas, corre desde una estrella de mar en el centro de la espalda de la chica hasta la palma de su mano. La palma le hormiguea bajo el bombardeo de las chispas invisibles. Se aprieta el labio inferior entre los dientes delanteros y cierra la mano, luego la baja hasta su costado.
La chica mira por encima del hombro. «¿No odias esta maldita luz?».
«No, me gusta mucho el color rojo», dice Hansi.
«¡Eh, tienes un acento muy bonito!», dice la chica. «¿De dónde eres, de Europa?».
«Suabia», miente Hansi. «Está en Europa, sí. Más bien cerca de Herzegovina».
Entonces estarás descubriendo, no inventando, y en uno o dos minutos te darás cuenta de que la razón por la que la chica estaba de pie en aquella esquina no era convertirse en una víctima de asesinato sin nombre, sino la compañera y el interés amoroso de tu protagonista, y un nuevo y valioso elemento de tu historia. Puede que no te hagas rico y famoso, pero al menos te has permitido contar la verdad. En dos de las tres entrevistas transcritas que se recogen aquí, «Banned Books and Other Concerns» y «A Night at the Royal Festival Hall», King aborda la cuestión de la verdad y utiliza la misma expresión precisa en ambas ocasiones.
Virginia Beach, 1986:
En otras palabras, de lo que estoy hablando es de decir la verdad. Frank Norris, que escribió «La fosa», «McTeague» y otras novelas naturalistas que fueron prohibidas, dijo: «No temo; no me disculpo porque sé en mi corazón que nunca mentí; nunca truqué. Dije la verdad». Y creo que la auténtica verdad de la ficción es que la ficción es la verdad; la ficción moral es la verdad dentro de la mentira. Y si mientes en tus libros, eres inmoral y no tienes nada que hacer escribiendo.
Royal Festival Hall, 1998:
Hay que ser valiente para hacer este trabajo. Si no vas a decir la verdad, ¿para qué hacerlo? Dios mío, la ficción es una mentira. Si no puedes encontrar la verdad dentro de la mentira, estás siendo inmoral. No estás siendo fiel a ti mismo.
«La verdad dentro de la mentira», una frase que Stephen King llevó dentro de sí durante los doce años transcurridos entre estas conferencias, sólo puede encontrarse en la ficción, que es la mejor razón para leerla. Desde su adolescencia, King ha comprendido que el apasionante tejido de mentiras de la ficción representa uno de los caminos más seguros de la humanidad hacia las ventanas espirituales que dan a las realidades concretas y que engrandecen el alma de nuestra humanidad compartida. ¿Por qué los semicírculos opacos de luz estelar recorrían los enloquecidos ojos del perro gigante? Porque el perro torcía la cabeza, un detalle que hay que desnudar para verlo. ⬥
Referencias
Straub, P. (octubre de 2000). «Introduction» en Secret Windows: Essays and Fiction on the Craft of Writing. Estados Unidos: Book-of-the-Month Club.
Se entiende que los espectadores saltan de sus asientos de puro terror volcando sus golosinas y frutos comestibles sobre sus cabezas.
Como siempre es un honor poder colaborar a esta grandiosa pagina y saber que mi trabajo es bien recibido