Lo que Stephen King hace por amor
¿Es aconsejable «forzar» algunas lecturas a los jóvenes? King recuerda su experiencia y sus primeras lecturas de juventud
Artículo escrito por Stephen King y publicado originalmente en la revista Seventeen en abril de 1990. Traducción de Óliver Mayorga.
Cuando la editora de ficción de Seventeen me escribió y me preguntó si estaría interesado en contar algo sobre libros y lectura para la revista, accedí a intentarlo y le pedí algunas pautas. En su carta de respuesta, Adrian LeBlanc ofrecía una visión fascinante sobre la ficción, que había extraído de las cartas de los lectores. Ella escribió: «Ellos [los lectores de Seventeen]… parecen hacer una clara distinción entre lo que leen —revistas, novelas que les gustan, etc.— y la lectura».
Se produjo una gran explosión retropropulsora. Tío, eso me llevó de vuelta a los años de instituto, a los placeres culpables de la cuarta hora en la sala de estudio —donde podía leer lo que yo quería— y a los horrores de la séptima hora en clase de Lengua, donde tenía que leer lo que ellos querían. En aquellos días, por lo que a mí respecta, todo el material impreso se dividía en esos dos grupos: lo mío y lo de ellos.
Desde entonces, me he preguntado a menudo dos cosas. En primer lugar, por qué los alumnos de secundaria odian casi siempre los libros que les asignan sus profesores de Lengua, y en segundo lugar, por qué los profesores de Lengua odian casi siempre los libros que sus alumnos leen en su tiempo libre. Algo parecía estar yendo mal. Hay un puente cerrado, y el servicio de ferri es, en el mejor de los casos, incierto.
Moby-Dick es un buen ejemplo de tarea realmente mala para los estudiantes de instituto. Recuerdo que me enfrenté a él, en primero de bachillerato, como a una larga y leve migraña. Llegó a tal punto que me daban náuseas cada vez que alguien decía la palabra «ballena». Ahora me doy cuenta de que muchos profesores de instituto tienen que aguantarse las náuseas cada vez que oyen mi nombre o el de Danielle Steel o Dean Koontz. ¿Ves lo que quiero decir? El puente ha caído, y el agua entre estas dos masas de tierra parece fría y plagada de cosas que muerden.
Lo que tenía que leer en el instituto —sus cosas— eran cosas viejas y aburridas como Hamlet, Silas Marner, Moby-Dick (alias El Gran Tostón Blanco), y lo que parecían cientos de poemas extraños y elípticos de una solterona de Massachusetts llamada Emily Dickinson. Lo mío era aquello que leía por amor. Era más actual, más intenso y hablaba con mayor urgencia del mundo que me rodeaba, un mundo que me intrigaba y me asustaba al mismo tiempo. Leí las novelas de Travis McGee de John D. MacDonald por amor. Leí las historias de 87th Precinct de Ed McBain por la misma razón; viví y morí con los detectives Carella, Kling y, sobre todo, Myer Myer, el policía que tenía dos apellidos y se preocupaba tan obsesivamente que se quedó totalmente calvo.
Pasé días enteros atrapado en los extraños y oscuros mundos de Shirley Jackson, especialmente en We Have Always Lived in the Castle y en The Haunting of Hill House. Tolkien y sus hobbits simplemente me cautivaron, me arrastraron en un éxtasis de imaginación que estaba a años luz —galaxias— de El Gran Tostón Blanco. No me interesaba mucho Shakespeare, pero descubrí varias colecciones de obras de teatro para televisión en la biblioteca del colegio y me sumergí totalmente en los telefilmes de gente como Reginald Rose, Tad Mosel y Rod (Twilight Zone) Serling. No acepté la tarea de leer una versión abreviada de The Pickwick Papers de Charles Dickens (nuestro profesor nos dijo que era muy divertido, pero no entendí los chistes y, además, toda la gente de la que se burlaba Dickens había muerto hacía cien años), pero me pasé semanas enteras perdido en las novelas no abreviadas de Wilkie Collins, contemporáneo y amigo íntimo de Dickens. The Moonstone, Armadale y No Name me parecieron tremendamente divertidas. Que conste que sigo pensando lo mismo.
Los leo por amor, ya ves. Solo por amor. Junto con todo tipo de cosas: One Flew Over the Cuckoo’s Nest, de Ken Kesey; los primeros ensayos de Tom Wolfe; cerca de un trillón de cómics; todo lo que pude encontrar de Robert (Conan) Howard; también Andre Norton, Jack London, Margaret Mitchell (solo uno de ella, pero es muy largo)1, Agatha Christie, Margaret Millar, y cientos de otros.
Leía —una vez que salí de la escuela y me alejé de esa gente que quería conectarme una especie de sonda mental a mi frente y alimentarme a la fuerza con literatura— del mismo modo que una apisonadora desbocada arrasa con todo. Leía novelas de amor adolescente como Saturday Night e historias de perros intrépidos como White Fang. Leía historias de terror, historias de guerra, wésterns y tomos gordos y sudorosos que prometían «llegar al fondo de un pequeño pueblo de Nueva Inglaterra» y a veces incluso lo hacían. Leí tres manuales de sexo diferentes en una semana. Me gustaban especialmente las historias de sucesos en las que se cambiaban los nombres (esas eran las realmente jugosas), y pasé directamente de A Sex Guide for Troubled Teenagers a The Kinsey Report.
Leí The Adventures of Tom Sawyer por mi cuenta y me encantó. Me mandaron leer The Adventures of Huckleberry Finn, lo odié y lo dejé después de tres capítulos. Me pareció un material insulso después de lo emocionante de ver a Tom y Becky perdidos en la cueva, con Injun Joe acechando en algún lugar cercano.
El servicio de ferri era incierto, pero a veces había un barco, es decir, un libro capaz de cruzar ese mar tormentoso e infestado de serpientes entre los continentes de Quiero Leer y Debo Leer. Uno era Catch-22, de Joseph Heller. Otro fue Tess of the d ‘Urbervilles, de Thomas Hardy. Me dijeron que Tess me introduciría en «la escuela de escritura naturalista». A mí me importaba un bledo la escuela de escritura naturalista o cualquier otra; quien me importaba era Tess, una chica de campo que sabía muy poco, se esforzaba mucho y terminaba con una soga al cuello en la horca. Tess, que era tan ingenua que fue violada sin saberlo. Me rompió el corazón, y al mirar el mundo a través de sus ojos, llegué a comprender, por primera vez, que las formas de vida y los sistemas de moralidad son bestias grandes y peligrosas, lentas al despertarse pero ineludibles una vez que están en pie.
Tess me impresionó tan profundamente que seguí leyendo la mayoría de las otras novelas de Hardy, encontrando por el camino otros personajes casi tan intensos como Tess, sobre todo el ingenuo Jude de Jude the Obscure y la mujer más desagradable de la literatura inglesa, la virulenta Sue Bridehead. Todavía puedo ver la influencia de Hardy en lo que escribo; esa influencia es particularmente fuerte en novelas como Carrie, Cujo y Pet Sematary. De Hardy pasé a sus contemporáneos estadounidenses, igualmente sombríos, Theodore Dreiser y Frank Norris, y de Sister Carrie, de Dreiser, derivé el título de mi primera novela. ¿Qué demuestra todo esto? Que los ferris a veces llegan, supongo, y que a veces hacen el viaje sin hundirse. Pero ese mar existe.
¿Los profesores de hoy en día leen realmente Seventeen? Si es así, me imagino que a muchos de ellos no les gustaría oírme decir que Hamlet, quizás la mejor obra jamás escrita, es una cosa vieja y aburrida. Pero habiendo llegado hasta aquí, podría lanzarme con los dos pies por delante blandiendo mi sable. Cuando estudiaba en el instituto, Edgar Allan Poe me parecía aburrido, vociferante y prolijo, y daba tanto miedo como el premio de una caja de Cracker Jack; condenaba a Robert Frost como un paleto pedestre; consideraba a Hemingway un idiota machista con una piedra en lugar de corazón; sentía que el primer libro de relatos de John Updike, Pigeon Feathers, era una de las cosas más aburridas y efímeras que había leído en mi vida. Me sentí pidiendo un electroencefalograma al terminarlo, solo para asegurarme de que no había sufrido una muerte cerebral.
Ahora, veinticuatro años después de terminar el instituto, sigo sintiendo exactamente lo mismo por Pigeon Feathers y Moby-Dick. ¿Los otros? Bueeeno… esa es otra historia.
¿Hamlet? Tremendamente emocionante. Un estudio de la locura y la obsesión que probablemente no tiene parangón. Además de ser una muy buena historia de fantasmas.
¿Huckleberry Finn? Es curioso cómo resultó ese. Mis hijos me pidieron que se lo leyera después de terminar de leerles Tom Sawyer. Querían saber el resto de la historia. Después de decirles que no les gustaría, cedí a la demanda popular. ¿Y sabes qué? Realmente es mejor que Tom Sawyer. Más profundo y con más textura, sí, pero también más divertido. Y cuando Huck finalmente toma su decisión sobre la cuestión de la esclavitud («¡Muy bien, entonces, me iré al infierno!», exclama), se me puso la piel de gallina. A los niños también les gustó, pero entonces no había ningún profesor insistiendo en que lo leyeran o no.
Descubrí —o redescubrí— a Dickens durante una enfermedad a mis veintitantos años. Recuerdo que aparqué A Tale of Two Cities y me pregunté si realmente podía ser el mismo tipo que había escrito The Pickwick Papers. No parecía posible; Pickwick había sido horrible, Cities era maravilloso. Luego descubrí Oliver Twist. Y si Hamlet es la mejor obra de teatro jamás escrita en inglés, entonces Great Expectations puede ser la mejor novela. Y si crees que estoy de broma, pruébalo. Te desafío a que lo dejes sin terminar después de leer las primeras cincuenta páginas. Es una maravilla. Así que volví a probar The Pickwick Papers y, ¿sabes qué? Seguía siendo pésimo.
¿Qué conclusiones, si es que hay alguna, saco de todo esto? Solo las más sencillas. En primer lugar, que algunos profesores de Lengua parecen profundamente comprometidos a asignar las reliquias más aburridas y polvorientas que puedan tener en sus manos; parecen sentir que si estas cosas fueron lo suficientemente buenas como para aburrirlos a ellos cuando eran niños, deberían ser lo suficientemente buenas como para aburrirte a ti. En segundo lugar, que no tiene por qué ser así. Silas Marner y The Deerslayer son tan aburridos para el hombre que soy ahora como lo eran para el niño que era, pero he descubierto mundos de belleza magníficos y sorprendentemente poderosos girando dentro de los pequeños poemas de Emily Dickinson, de formas extrañas, y verdades encantadoras y a veces crudas dentro de los versos más convencionales de Robert Frost. Sin embargo, todavía me pregunto por qué me obligaron —no solo a leer, sino a memorizar— Mending Wall de Frost cuando me podrían haber asignado The Death of the Hired Man, que es probablemente el mejor poema narrativo jamás escrito por un estadounidense. Podría haber descubierto el tipo que era Frost diez años antes de lo que lo hice. Y créeme, me resiento por esos diez años perdidos, porque el tiempo escasea. Si comparamos los años que se nos conceden con todo lo que hay para leer, el tiempo es muy escaso.
También se puede sacar otra conclusión. «Puedes guiar un caballo hasta el agua, pero no puedes hacerle beber», me decía mi madre. Desde entonces he descubierto que puedes acercar a un niño a la cultura, pero no puedes hacerle pensar. No puedes legislar a Kesey en lugar de King, o a Steinbeck en lugar de Steel; los niños van a seguir leyendo por amor, y Dios los ame por ello. El pensamiento es una cosa, el amor es otra; ambos son importantes, pero no siempre van juntos. Si me dieran un centavo por cada libro que leo fuera del campo visual del profesor, podría comprarme un coche. Querían que caminara plácidamente y admirara las vistas; yo quería correr, bailar por las paredes como Fred Astaire. Dicho de otro modo, me daban papel pautado y yo escribía fuera de los márgenes.
Creo que son estas fuerzas opuestas, estas paradojas del corazón y la cabeza, las que han creado el océano entre los continentes de Quiero Leer y Debo Leer. Creo que el paso entre ambos siempre será tormentoso y el servicio de ferri siempre será intermitente. Uno de los mayores placeres de mi vida fue releer Hamlet, descubrir que era genial y descubrirlo por mí mismo. Es posible que con el paso de los años tú hagas descubrimientos similares. Mientras tanto, lee lo que tengas que leer por amor. Haz algo más que disfrutarlo; nada en ese brebaje embriagador, vuela en ese éter narcotizante. ¿Por qué no? El corazón tiene su propia mente, y su trabajo es alegrarte. Para mí, esas dos cosas —la alegría y la lectura— siempre han ido juntas, y otro de los grandes placeres de mi vida fue descubrir que a veces maduran juntas. Cuando eso ocurre, todos los exámenes finales se celebran en el lugar más feliz de todos: tu propio corazón. ⬥
Referencias
King, S. (abril de 1990). «What Stephen King Does for Love» en Seventeen.
Se refiere al superventas Gone with the Wind (Lo que el viento se llevó), de más de 1000 páginas en su primera edición.
Grandísimo artículo.
La verdad es que casi todo lo que nos quieren enseñar, aconsejar o inducir en nuestra época de estudiantes, sobre todo la más temprana, nos resulta aburrido e incluso despreciativo. Porque va asociado a la misma obligatoriedad que el colegio. En esos días, lo que más nos gustaría es estar fuera de las escuelas, disfrutando del día y los juegos.
De todas formas, creo que estaría bien una especie de consenso entre profesor y alumno. Yo te recomiendo un par de libros y tú me traes otros dos. Entre ambos llegamos a un acuerdo. Porque leer aventuras, comics, fantasía y demás géneros menos clásicos y ortodoxos también es literatura y con ellos también se pueden estudiar los mismos conceptos.
También expresa King la cuestión de la edad. No es lo mismo leer un libro siendo niño, adulto que viejo. En cada etapa tenemos distintas razones para hacerlo y experiencias para disfrutarlo.
Gracias por el artículo. Lectura disfrutada.
Un abrazo.
Estupendo artículo. Quiero creer que algo de lo que me obligaron a leer en clase, dejó un poso del que me alimento cuando escribo. Sien embargo, no solo no recuerdo esas lecturas, sino que no he vuelto a ellas nunca. Así que no estoy muy seguro de que lo mejor, sea obligar a los estudiantes a leer unos cuantos "clásicos" oficiales.